La imposible popularidad de Miguel Ángel Mancera

Una cosa es insalvable: tomar decisiones. Decisiones que dejarán a algunos contentos y a otros no tanto.

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El Distrito Federal es un monstruo.

Todos los días, a todas horas, hay un lío por resolver, un conflicto por estallar, una situación que, de no ser atendida, crece como la espuma y puede afectar al resto de la ciudad.

Gobernar la ciudad es asunto complicado. No ayuda un armado institucional deficiente, complicado, que alienta la poca rendición de cuentas y divide en maneras absurdas las responsabilidades —de ahí la urgencia de la reforma política.

Una cosa es insalvable: tomar decisiones. Decisiones que dejarán a algunos contentos y a otros no tanto. Decisiones que implicarán que algunos grupos terminen muy enojados y digan cosas terribles de quien tomó la decisión.

Marcelo Ebrard, con todo y sus impresionantes números de aprobación, terminó repudiado por una parte de la comunidad defensora de derechos humanos —sobre todo por la supervía—, y bronqueado con la CDHDF. Y así, con otras decisiones, se granjeó otros amigos y otros enemigos.

Miguel Ángel Mancera es un político que cae bien. Que le gusta caer bien. De modos suaves, sonrisa permanente. En inglés le dirían que es un “crowd pleaser”, pero el ejercicio de gobernar es cruel con quienes quieren quedar bien con todos. No hay manera.

Las primeras semanas de su jefatura de Gobierno han sido turbulentas para Miguel Ángel Mancera. Y lo han sido, creo, en parte, por ese estilo de querer seguir siendo popular, que todos lo quieran. No quiere pelearse ni con la burocracia, a la que manda, ni con sus votantes naturales, ni con sus enemigos.

El paquete económico es un buen primer ejemplo. En particular, el lío del nuevo cobro por el alumbrado público.

La ciudad está mal iluminada. Muy mal. Esto es producto de la combinación de nuestra deficiente estructura de gobierno con una decisión de la última administración. Alumbrar las calles es responsabilidad conjunta. El gobierno central decidió no seguir invirtiendo en el alumbrado público a interior de las colonias —concentrándose en las vías primarias— para que las delegaciones hicieran lo propio. Las delegaciones no lo hacen, lo hacen a medias, invierten el dinero que deberían invertir en eso, en otras cosas. En medio de esa confusión, las calles se quedan sin luz.

El nuevo impuesto ya se cobra en buena parte del Valle de México —no en el DF—, es muy eficiente en su administración. De hecho, lo cobra la Comisión Federal Electricidad en el recibo de luz, ni siquiera pasa por las arcas del GDF. Es un impuesto etiquetado, lo cual no es sencillo en México, para una necesidad real que impacta seguridad y calidad de vida.

En medio del alboroto y de la acumulación de deslindes sobre quién había propuesto el nuevo impuesto, Mancera tardó cinco días en aceptar —casi susurrando— que a él sí le gustaría que se aprobara. En la semana hablé con un puñado de asambleístas de tres partidos, y los tres tienen la misma versión: fue una propuesta verbal del Secretario de Finanzas a los grupos parlamentarios, a quienes les dijo que estaban buscando un diputado que la hiciera suya y la presentara.

Al final, un desastre.

Ni habrá impuesto, pero hubo desgaste, y quedará como un intento de “Mancerazo”. Algo similar le está sucediendo con la actualización del valor del predial y el intento de homologación de la exención de pago por tenencia —un subsidio, por cierto, bastante regresivo.

La pregunta es: ¿cómo es que un gobernante que llegó con 63 por ciento de los votos, a 43 puntos porcentuales del segundo lugar, no se siente capaz de plantear, argumentar y convencer sobre la necesidad de un pequeño impuesto etiquetado para una mejora concreta?

Este afán de quedar bien con todos —que invariablemente termina mal con todos— marcó los sucesos alrededor de lo sucedido el 1 de diciembre y los días posteriores.

Algunas certezas tenemos sobre lo sucedido aquel día. Grupos violentos aprovecharon las legítimas marchas de protesta para causar destrozos y agredir a policías. Al final de la jornada, los policías hicieron arrestos indiscriminados; más como un acto de venganza que como uno de justicia.

Ante el escándalo, el gobierno del Distrito Federal prefirió no pelearse con sus policías ni sus Ministerios Públicos —no hay uno solo sancionado—; ni siquiera el jefe de Gobierno ha tenido alguna expresión de condena. Menos los obligó a desistirse de las acusaciones.

Al mismo tiempo, dejó sin castigo —me temo que nunca ni siquiera fueron apresados— a quienes en verdad destrozaron hoteles, comercios, estatuas.

Un batidillo en el que ni supimos qué pasó, ni quién hizo qué, y en el que los derechos de decenas de inocentes fueron afectados. Los 14 liberados de esta semana tendrán que padecer largos procesos basados en expedientes mal armados, gastar en abogados, lidiar con nuestros juzgados; en fin.

Mal arranque, pues, para el gran ganador de las elecciones de julio. El que arrasó.

El jefe de Gobierno tendrá que aprender que no se puede quedar bien con todos, ni recibir el aplauso de todos, todo el tiempo. Eso no es gobernar.

La campaña terminó hace meses.

Twitter: @puigcarlos
 

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