La línea roja que la CNTE no podía cruzar
Las divergencias no solo se manifiestan entre los que tienen visiones radicalmente opuestas.
Una cosa es que los señores representantes populares de la Cámara baja se vean obligados a escenificar sus encendidas deliberaciones en una sede alterna, con todo y lo que esta escandalosa dimisión significa para la integridad de la República, y otra muy diferente es que aquellos que les cerraron el paso al Palacio Legislativo de San Lázaro se interpongan directamente en el camino de un pueblo mexicano deseoso, como siempre, de celebrar las fiestas patrias como Dios manda, es decir, ahí, en el mismísimo Zócalo de la capital.
Pero, además, si las autoridades municipales y federales estuvieron, hasta ahora, perfectamente dispuestas a consentir que los maestros de la tal CNTE se apropiaran de los espacios públicos que les vinieran en gana, que afearan y deslustraran una plaza emblemática en una ciudad frecuentada por el turismo de todo el mundo, que impidieran emprender sus vuelos a miles de viajeros y que desquiciaran la vida cotidiana de ciudadanos que no tienen por qué pagar los platos rotos (y que también tienen derechos), esto, lo de seguir ocupando, por sus pistolas, el centro de la vida nacional en el momento mismo en que el Presidente de la República se dispone a representar la más importante de las solemnidades del calendario cívico —y, encima, lo de restringir el área donde las fuerzas armadas van a realizar el tradicional desfile militar del 16 de septiembre—, esto, con el perdón de quienes se rasgan ahora las vestiduras porque se utilizó la fuerza, ya era demasiado.
México es un país dividido, ya lo sabemos. Y las divergencias no solo se manifiestan entre los que tienen visiones radicalmente opuestas sobre las cosas, sino entre personas que, a primera vista, parecieran tener ciertas coincidencias.
Para mayores señas, a quienes hemos denunciado la pasividad de las autoridades en lo que se refiere al tema de los bloqueos perpetrados por la CNTE —por no hablar del atropello mayor que significa dejar a millones de niños sin escuela— nos han tachado de promulgar histéricos llamados a la represión al tiempo que reconocen, precisamente en esa actuación que reprobamos, una ejemplar prudencia y un manejo responsable de la situación.
Debo decir que los señalamientos me producen ciertas dudas sobre mis propias posturas: después de todo, ¿no es la política el arte de planear estrategias para consumar fines ulteriores y, en este caso concreto, la deliberada apuesta por el laissez faire no sería, luego entonces, la única salida posible para preservar los equilibrios que sostienen el Pacto por México?
Y es que la primerísima consecuencia de la tan traída y llevada represión, de consumarse, sería la defección en masa del PRD, o por lo menos eso es lo que algunos piensan. Ya López Obrador —que no está en el Pacto ni mucho menos— clama airadamente que el uso de la fuerza es un retroceso y expresa su enérgica protesta.
Suponemos entonces que la izquierda autóctona, de haber procedido los cuerpos policiacos a resolver un tema tan presuntamente menor como garantizar el paso de los viajeros al Aeropuerto Internacional de Ciudad de México, hubiera manifestado también su profundo desacuerdo y declarado formalmente una ruptura.
¿Qué tan importante es contar con el PRD en todo momento, contra viento y marea, aunque el costo de desestimar los intereses directos de los ciudadanos sea también muy alto? Pues, no lo podemos saber realmente; adivinamos, sin embargo, el cálculo estratégico detrás de la aparente inacción.
Ahora bien, el crónico consentimiento a los chantajes de las minorías ha sido ya, desde hace muchos años, una forma de llevar los asuntos públicos en este país. Y esto, con gobiernos de todos los colores y proveniencias, de izquierdas o de derechas. En este sentido, estamos simplemente viendo más de lo mismo, independientemente de los posibles beneficios que pueda tener, en estos momentos, la complacencia ofrendada al PRD.
Y, aunque en ocasión de las celebraciones patrias los límites sí hayan quedado claramente establecidos, a partir del martes la capital de la República volverá a ser tomada. Esto, lo repito, es crónico y, por lo que parece, parte de nuestros usos y costumbres.
A propósito del uso de la fuerza y de la posible histeria de quienes justipreciamos la importancia de salvaguardar el orden público (u otros valores, como los derechos humanos), permítanme echar un vistazo, junto con ustedes, a una portada reciente del semanario The Economist: tras la última de las atrocidades cometidas por Bashar al-Assad en Siria, ese ataque con armas químicas en el que murieron niños y mujeres, y ante la realidad de que su régimen haya cruzado la famosa línea roja fijada por Barack Obama, los redactores de la publicación británica superpusieron la siguiente leyenda sobre la fotografía del dictador: Hit himhard. ¿Esto es periodismo? No lo sé.
Por lo pronto es un descarado llamamiento, una incitación, una proclama. Naturalmente, no podemos comparar una cosa con la otra: entre nuestros maestros hay apenas tres o cuatro asesinos, a lo mucho. Pero, ya lo ven ustedes, la histeria es de cualquier manera una epidemia mundial.