La otra luna

Artemio Santos Monforte desde muy joven heredó las tierras de su finado padre...

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Artemio Santos Monforte desde muy joven heredó las tierras de su finado padre. Prematuramente abandonó estudios, se retiro de los amigos y dedicó tiempo completo a la actividad de engorda de ganado vacuno y siembra de pastizales. Su finca,  “El porvenir”, era tan extensa que ocupaba  tierras en dos estados. Desde Palenque, Chiapas, hasta Balancán, Tabasco. Era la década de los años 60, cuando el ferrocarril era el transporte comercial mas cotizado de la época, entre la capital del país y hasta Mérida, Yucatán. Para este tiempo Artemio contaba con 29 años de edad.

En una ocasión su socio yucateco Plinio Cervera, le  llamó con el fin de hacer cuentas por las últimas cantidades de ganado en pie que le había enviado. Artemio abordó el ferrocarril, ocupó el vagón de viajero distinguido y luego de acomodar su equipaje enfiló al restaurante móvil, en busca de la cena. Cuando levantó la mirada se encontró con una atractiva mujer que en solitario bebía una cerveza. De pronto, ambas miradas coincidieron con un flechazo que le estremeció el pensamiento y le agitó el corazón. Ella se percató del encuentro visual y jugó con una sonrisa calibradora y a la vez sutil. En tanto, afuera aquel gusano de acero parecía tener prisa por romper el viento a su paso y la luz selenita extendía su brillo dorado, en aquella travesía selvática.

Ella le hizo un breve ademán con la cerveza y él sintió la humedad del sudor en sus manos. Sacó fuerzas de su torpeza, hizo a un lado el pudor acostumbrado y le musitó la posibilidad de sentarse en su mesa, mientras ella le devolvía una sonrisa más amplia, más franca, más acabada. Cuando ocupó el lugar, junto a ella, se sintió raro, osado, atrevido, algo que no cabía en su perfil de hombre taciturno, callado, introvertido.

Al inicio, construyeron un diálogo de presentaciones y expectativas, de un viaje que en la mente de Artemio parecía ir en dirección al universo. Cuando los labios pronunciaron su nombre: Luna Rateyque, él sintió un eco repetitivo en la sangre. Ella le conversó del arte, la música, la política. El prefirió escuchar y de vez en vez platicar de las ventajas naturales de la vida del campo. Cuando los meseros solicitaron atenderle en “algo más”, él, presuroso, pidió la cuenta, la pagó y en lugar de ocupar cada uno su aposento correspondiente, ambos se desvelaron con ese célebre inmortal llamado  deseo. El ritmo agitador del tren aprovechaba oportunamente la exquisitez sexual que desbordaban dos ríos de juventud.

La mañana fue interrumpida por el oficial garrotero anunciando la llegada a la blanca Mérida. Luna se vistió de prisa, miró de frente a su amado y le declaró: “Mi esposo vendrá por mí a la estación, te suplico me entiendas. Dame un número telefónico y luego te contactaré”. Él descendió y observó a un hombre entrado en años que esperaba con ansias en el andén. Dedujo ser ese el marido engañado y un pensamiento de culpa cayó fulminado por el enorme deseo que le había despertado aquella misteriosa y regia mujer.

Ese mismo día Artemio arregló con rapidez los asuntos con su amigo empresario y espero impaciente deseando le llamara su amante ocasional, pero todo fue en vano. Sólo un nombre martillaba su imaginación: Luna, Luna Luna… A partir de ahí nada volvió ser igual.

Con Luna había descubierto el verdadero y profundo erotismo del amor. Tuvo muchas relaciones hasta que se matrimonió con la hija de otro ganadero.

Con el correr del tiempo llegaron los hijos, las enfermedades y la vejez, con el misterioso secreto de la noche del ferrocarril del amor, con aquella Luna que le enseñó  el vivo deseo de la pasión amorosa, la de la otra Luna… 

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