La propaganda oficial y la popularidad de Enrique Peña
Es cierto que otros líderes gozan también de mayor reconocimiento fuera que dentro de las fronteras de sus países, como Barack Obama, Dilma Rousseff, Juan Manuel Santos o François Hollande.
Algo estaría fallando en la estrategia de comunicación del Gobierno federal. Si lees una entrevista-semblanza de cuatro páginas enteras como la que el diario El País le dedicó a Enrique Peña la semana pasada, justo antes de que desembarcara en España para realizar una visita de Estado, el presidente de México aparece como un reformista decidido e innovador, un hombre que tiene bien claras las cosas y, sobre todo, que emprende sus acciones con una muy saludable visión de largo plazo.
No podemos sospechar de ninguna suerte de ánimo propagandístico en uno de los más prestigiosos diarios de izquierda del planeta aunque, por lo general, en sus entrevistas a los jefes de Estado latinoamericanos (recuerdo, en particular, una muy interesante de Sebastián Piñera, el ex presidente de Chile), los mandatarios salgan bastante bien parados.
Pero, ese Peña Nieto que tan buena prensa tiene en el exterior no es la misma figura que percibe un creciente porcentaje de los ciudadanos mexicanos. Aquí, su popularidad no es tan evidente, por decirlo de alguna manera, y el descontento general de la población se ha agudizado en los últimos tiempos.
Es cierto que otros líderes gozan también de mayor reconocimiento fuera que dentro de las fronteras de sus países: el ejemplo más visible sería Barack Obama, celebrado en el mundo entero, que no puede realizar la más intrascendente de las faenas ni emitir siquiera una opinión sin que le caigan encima las feroces críticas de la derecha religiosa y que llegó a tener una tasa de aprobación de apenas 29 puntos porcentuales, el pasado mes de marzo, según la casa encuestadora Gallup.
No es tampoco muy popular Dilma Rousseff en Brasil, con todo y ese Mundial que acaba de arrancar (o, probablemente, a causa de la mismísima competición, cuestionada por un pueblo inconforme cuyos sectores más radicales, como bien hemos visto, se han planteado el sabotaje puro y simple del campeonato), con un índice, también en el primer trimestre de este año, de 36 unidades.
Hablando de figuras con menor proyección internacional, el presidente Santos, en Colombia, tiene una aprobación de 46 puntos, justo antes de presentarse a la segunda vuelta, en unas elecciones que parece que no ganará. En Francia, François Hollande ha bajado a unos mínimos históricos, con apenas un 16 por cien de aprobación al comenzar 2014.
Son cifras muy llamativas, porque se trata de líderes políticos serios y responsables. Y ahí, en relación a la sentencia con la que arranca este artículo, el aparato propagandístico de estos diferentes Estados no estaría tampoco haciendo los deberes.
Pero, entonces ¿no estaríamos hablando, más bien, de un fenómeno global en el que los ciudadanos, inmunes ya a los mensajes emitidos por Los Pinos, la Casa Blanca, el Palacio del Elíseo o la Casa de Nariño, se vuelven cada vez más críticos y exigentes? Y, sobre todo ¿no sería ésta la prueba de esa circunstancia (muy afortunada, a decir verdad) de que, en los países democráticos, el discurso oficial, por más que lo impulsen los organismos del Estado, ya no se puede imponer arbitrariamente en la conciencia de los individuos soberanos?
El caso de Colombia, en este sentido, es casi asombroso: el país va bien en lo económico (ha crecido más de cuatro puntos porcentuales, la inflación es de dos unidades, la inversión extranjera directa ha roto todos los récords, el déficit de las finanzas públicas ha bajado) y la popularidad de Santos va mal.
Pero aquí, tal vez, tendríamos que señalar un hecho un tanto desalentador, luego de haber reconocido la saludable emancipación de los ciudadanos en las democracias: el presidente Santos es un hombre sensato y conciliador, muy alejado del populismo efectista que tanto complace a las masas. No es un cacique emocional e histriónico como algunos de esos colegas suyos que, en este subcontinente que tan fácilmente se embelesa con los caudillos, conquistan al pueblo sirviéndose de encendidas arengas y discursos tremendistas.
En lo que toca a Enrique Peña Nieto, es también un hombre discreto y cuidadoso. Esta apreciación, con el perdón de ustedes, no ha sido hecha a la ligera y se puede extender a otros personajes como Ernesto Zedillo o el propio Felipe Calderón.
Quienes no quieran ver esta realidad es que no han conocido, de primera mano, la experiencia de estar gobernados por caudillos intolerantes, protagónicos y autoritarios como un Luis Echeverría o un López Portillo que, ellos sí, se servían a su antojo de los medios de comunicación y del aparato propagandístico del Estado.
Los tiempos cambian. Hoy día, en democracia, la popularidad ya no se puede comprar. Qué bueno.