Un organismo como el SAT para arreglar las cosas
Quienes pagamos impuestos nos enfrentamos a un vigilante de altísima eficiencia, un ente público al que nadie escapa y que fiscaliza con asombrosa severidad.
Los Gobiernos están condenados a elegir entre lo deseable y lo posible. Y, las más de las veces, su única opción termina siendo lo que es meramente viable en un entorno de limitaciones presupuestales o, peor aún, de restricciones impuestas por los oscuros intereses de la política.
En México, podríamos considerarnos afortunados si nuestras autoridades pudieran ejercer siquiera las potestades de lo que resulta meramente hacedero. Con eso nos daríamos por bien servidos, a falta de sueños mayores que, vistas las cosas, no podemos ambicionar. Lo que pasa, señoras y señores, es que hay otra variable en la ecuación: lo evitable.
La gran mayoría de los pecados perpetrados por el aparato público en este país resultan de omisiones, inadvertencias, descuidos e imprevisiones. Hay que reconocer, a pesar de todo, que las dejadeces ya no ocurren en el manejo de la macroeconomía y en algunos otros rubros donde las cifras no dejan lugar a ninguna posible refutación: después de todo, la inflación no sólo es de un dígito sino que está por debajo de los cinco puntos porcentuales; ese dólar cuya caprichosa volatilidad sirve para atizar la maledicencia de los opositores desleales (hablan de una devaluación cuando se trata de una depreciación temporal) no ha cobrado valor frente al peso debido a los malos manejos de nuestro equipo económico sino a las realidades de un entorno mundial donde se han depreciado prácticamente todas las monedas de los países emergentes; las tasas de interés no han estado tan bajas desde hace décadas enteras (aunque, es cierto, no se comparan con las de las naciones desarrolladas, sobre todo en el sector de las tarjetas de crédito); y, más allá de estos datos que, para alguna gente, no tienen repercusión en su vida de todos los días (nada menos cierto porque, miren ustedes, el simple hecho de que la inflación haya estado bajo control, desde que el doctor Zedillo tomara las medidas para rescatar al país de una crisis pavorosa, ha contribuido a consolidar una clase media que representa ya a más de la mitad de la población mexicana), México se ha convertido en el cuarto exportador mundial de automóviles y primero de pantallas planas, por no hablar de la producción de teléfonos celulares, de autopartes o de lo boyante que es el sector aeroespacial.
La constatación de estos éxitos incontestables —y de tantos otros, en diferentes esferas (ahí está, para mayores señas, el seguro popular para la salud)— nos llevaría a plantearnos una interrogante sobre los deficientes desempeños en otras áreas donde lo que se advierte, desde un primer momento, es la inacción de los responsables. Y, de todos los renglones deficitarios, por decirlo de alguna manera, ninguno otro como el de la seguridad pública. Hemos escuchado, tras los sucesos de Iguala, la airada acusación de que “fue el Estado”.
El tema sigue a discusión pero lo que sí queda muy claro es que tan escalofriante atrocidad no resultó de una política oficial de persecución hacia los opositores sino, en todo caso, de una omisión. De ninguna manera podemos hablar de que el Gobierno de Enrique Peña haya decidido masacrar a los estudiantes de Ayotzinapa como sí lo hacen los regímenes dictatoriales con los grupos que se resisten a sus represivas prácticas.
Lo mismo, que las extorsiones y secuestros perpetrados por los delincuentes comunes se deben a la incapacidad de las autoridades, puede decirse en el caso de personas que han vivido en carne propia, al igual que los padres de los estudiantes asesinados, el dolor inconmensurable de perder a un hijo.
Luego entonces, la primerísima exigencia —o, en lo que toca a los compromisos que tienen los gobernantes con la ciudadanía— es que el Estado deje de ser omiso, por más que la desatención parezca un pecado menor. Porque, estimados lectores, el costo de esta incapacidad de brindar amparo a los mexicanos y de hacerles justicia es simplemente colosal.
Quienes pagamos impuestos nos enfrentamos a un vigilante de altísima eficiencia: el Servicio de Administración Tributaria (SAT) es un ente público al que nadie escapa y que fiscaliza con una asombrosa severidad a los agobiados contribuyentes de este país. O sea, que sí se puede. Si existiera algo parecido para encontrar, detener, juzgar y encarcelar a los criminales entonces el panorama de la seguridad sería bien diferente. Esperemos...