La última batalla de Cuauhtémoc Cárdenas

Ya fue candidato presidencial, ya lideró las huestes de un partido de izquierda del cual fue fundador...

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Es un hombre serio, sin duda, en las antípodas de esos cofrades suyos, de un sector de la parroquia izquierdista latinoamericana, tan dispuestos al verbo fácil y los insultos. Muy lejos también, Cuauhtémoc Cárdenas, del populismo chabacano que acostumbra, en estos pagos, ese aspirante que no ha logrado auparse todavía a la silla para competir directamente, en el apartado del populismo oficializado, con esos caudillos suramericanos de nuevo cuño, impresentables y nefastos, que llevan a sus países al despeñadero.

Pero, de cualquier manera, hay temas en los que las coincidencias son inevitables. Por ejemplo, en la derecha, el asunto de la penalización del aborto no se negocia, aunque a la hora de encarcelar de verdad a las mujeres los valedores de la cruzada ya no quieran dar tanto la cara. Y así, en el territorio de otras luchas e ideologías, ahí los tenemos a los dos, al “líder moral” de la izquierda mexicana y a Obrador, unidos por la misma causa, hermanados en una misma lucha y estacionados, ambos, en el mismo momento histórico, el de esa gran gesta consumada por el padre del primero, figura incontestable cuya sacralidad se acrecienta, de manera deliberada, para oponerla a los muy terrenales apetitos de quienes quieren hacer negocios en estos momentos.

La epopeya, así, se deriva de una aseveración desorbitada: la reforma energética planteada por el jefe del Ejecutivo, en tanto que propone la “entrega” de los recursos energéticos de la nación a inversionistas del exterior, significa una “traición a la patria” y, por lo tanto, exige la masiva movilización del pueblo mexicano para proteger un “recursos estratégico” que, por si fuera poco, asegura nuestra “soberanía”.

No hay, en esta visión tremendista, lugar alguno para una apreciación más matizada ni la más mínima perspectiva de que la reforma pueda aportarle el menor beneficio a la nación. Por el contrario, es el “robo del siglo” —ahí sí, en las palabras, obligadamente apocalípticas, del señor Obrador (estilo inconfundible de la casa)— y cualquier mexicano que se precie de llevar dentro los más mitigados sentimientos patrióticos estaría obligado a defender nuestro patrimonio nacional.

La abierta y decidida incursión del hijo del general Cárdenas en esta causa es tal vez su última gran batalla. Ya fue candidato presidencial, ya lideró las huestes de un partido de izquierda del cual fue fundador, ya fue alcalde de la ciudad más importante de la República y ya sabe, también, cuáles son los amargos trances de la traición. Y esto, sin hablar de su carrera política en las filas del Partido Revolucionario Institucional, del cargo de gobernador de Michoacán que desempeñó y de su pertenencia al antiguo sistema.

Sin embargo, si en estos momentos está ahí, en el campo de batalla, y al mismo tiempo declara que no va a participar en la competencia para ser nuevamente el dirigente del Partido de la Revolución Democrática, entonces podemos pensar que lo hace por mera convicción, sin segundas intenciones y sin otro propósito que participar en una lucha que cree justa.

Se beneficia también, Cuauhtémoc Cárdenas, de una suerte de condición de intocable recibida, en línea
directa, de la figura de su padre. A ninguno de los dos, en muchos círculos, se les cuestiona su posible complicidad en la instauración —primeramente, en el caso del general— de un sistema clientelar, cerrado y corporativista, o en el propósito de preservar —en lo que se refiere al ingeniero— ese mismo orden, tan consustancial al antiguo régimen. 

En este sentido, Cárdenas es un formidable adversario y ese título que lleva de “líder moral” de la izquierda no hace más que legitimar sus posturas. Pero, justamente, es el momento de desmontar, una a una, las argumentaciones que puedan aportar los adversarios de la reforma y de llevar la discusión al terreno de las cifras, los datos y las explicaciones. 

Es decir, hay que sobrepasar el ámbito de lo ideológico y dejar de lado el oprimente mandato de los dogmas, materia prima utilizada por quienes se oponen a la modernización de México, para, con la razón en la mano, convencer a los ciudadanos de que la reforma no sólo es beneficiosa para la nación, así de incompleta como nos pueda parecer a algunos, sino que es absolutamente determinante para el futuro de este país. Y, en ese ámbito, la tarea, nada fácil, le corresponde al Gobierno del presidente Peña. Al tiempo.

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