Las redes sociales: un arma de doble filo

Entre mis amigos soy considerado un ermitaño, alguien que se pierde reuniones porque no vio el anuncio de Facebook de la junta entre amigos...

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Entre mis amigos soy considerado un ermitaño, alguien que se pierde reuniones porque no vio el anuncio de Facebook de la junta entre amigos. Los llamo luego de enterarme de la borrachera que me perdí todo mosqueado y me increpan que es porque no tengo ni Facebook, ni Instagram, ni nada de eso. Cosa curiosa: el último que me lo reclamó era un amigo queridísimo de la carrera que por angas o mangas hace meses no oigo su voz. 

Le reclamé por mi parte que le hubiera llevado menos tiempo echarme un timbrazo (que ni la larga distancia ya se cobra) en lugar de escribir un mensaje lleno de abreviaturas, “k’s” en lugar de “que’s” y de caritas felices o con lengüitas sacadas, vaya cosa esta de las redes sociales, las cuales odio y como dijera Isabel Allende: “existe una ética del odio”.

 No tengo espacio en este breve lapso de palabras que les escribo para contarles la infinidad de lágrimas que he visto derramar por las redes sociales, berrinches entre amigos, peleas entre matrimonios o socios y la creación de una gavilla de nuevos insultos (como si los que ya tenemos no son suficientes). Ahora no sólo se ofende alguien por sacarle el dedo por la ventana del auto, también he visto puñetazos en la cara por una “nota en el muro” o por un “poke”.

Veo a los adolescentes de mi familia encorvados con las manos frenéticamente tecleando un aparatito del tamaño de un tamal pequeño sin mirar a los lados. 

Una sobrina el otro día se perdió justo a mi lado la caída de una espectacular estrella fugaz por estar metida dentro del celular y otro primo no vio nunca la espectacularidad de los paisajes de la carretera del Distrito Federal a Toluca por andarse peleando con la novia con la punta de los dedos en lugar del buen par de gritos tan efectivo y natural de siempre.

 En países asiáticos el tema ha llegado tan lejos que los padres mandan a sus hijos a verdaderos centros de desintoxicación para adictos a las redes donde obligan a sus vástagos a morderse los dedos de angustia durante las primeras seis horas que se pasan sin saber la vida íntima de los demás o publicar la suya propia. Sólo para luego darse cuenta que el pasto es de un verde intenso y que una buena cascarita entre cuates no tiene comparación con seis horas al día de hipnosis tecnológica. 

Las redes sociales ha sido protagonistas de cambios radicales, han servido de ayuda en algunas ocasiones pero estoy convencido que han causado más lágrimas que risa y deben ser limitadas por los padres ante la realidad avasalladora de la ausencia de sus hijos cada vez mayor de la realidad que los rodea envueltos en una nata de bytes y de una falta total de privacidad. Por mi parte, así seguiré, sin Facebook ni nada de eso, el que quiera saber cómo estoy que me hable. Bastante tiempo se pasó el pobre de Graham Bell inventando el teléfono para que no usemos su aparatito.

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