Libros como puentes

Un domingo por la noche, cuando ya todos dormían, me dispuse a alargar el fin de semana, a postergar como fuera posible la rutina que amanece con los lunes.

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Un domingo por la noche, cuando ya todos dormían, me dispuse a alargar el fin de semana, a postergar como fuera posible la rutina que amanece con los lunes. El ardid se logra fácil, basta con encontrar el artilugio adecuado: puentes de celulosa que conectan tiempos y espacios, ríos de palabras que transportan al pasajero inmóvil a otros destinos. El encuentro caníbal acontece en su selva de hojas recicladas: lectores voraces son engullidos por palabras hambrientas de ojos que se las traguen. En sus primeras líneas leí:

'Mi padre murió hace once años, cuando yo sólo tenía cuatro. Creí que no volvería a saber nada de él, pero ahora estamos escribiendo un libro juntos'.

Y sin poder detenerme ya estaba yo a merced de su corriente: supe de telescopios y de otras galaxias, de las dolorosas ganas de vivir eternamente, de las grandes dudas que sobreviven a sus muertos y van en busca de sus herederos.

Escrita por el noruego Jostein Gaarder y publicada en 2003 por la editorial española Siruela, La joven de las naranjas es una obra llena de preguntas que sin estar dirigidas al lector le atañen personalmente, el texto ensaya posibles respuestas, pero al terminar la lectura nos deja a solas, libres para asumir una postura propia.

Antes de cerrar el libro, de cruzar el puente otra vez, de desembocar en el mar de lunáticas rutinas, volví a una de sus frases finales:

'La vida es una gran lotería en la que sólo son visibles los boletos premiados. Tú que lees este libro eres uno de los premiados, ¡qué suerte!'.

Con sutil aterrizaje sus letras me regresaron al espacio y tiempo justos para sumergirme por unas horas en el plácido lago de silencio que aún se conserva intacto. Su mensaje es energía para el inicio de jornada en la enmarañada jungla de palabras que nos espera al despertar.

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