Llegar a los 50 y la nostalgia del porvenir

Solo espero que el programa Prospere toque a mi puerta con su botarga Prosperito con copete, para que al igual que a millones de compatriotas me ofrezca la oportunidad de salir del subdesarrollo.

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Como soy un pesimista con derecho a discernir, nunca pensé que Dios me iba a prestar vida para imaginar si quiera un futuro tan promisorio como el que ahora se nos promete.

Siempre pensé que cuando cumpliera 50 años me iba a despertar hecho un guiñapo desprovisto de buenos augurios, condenados a vivir como en una película de Estrada, de Todo el poder a La ley de Herodes y demás.

Quizá ese deterioro psicológico lo tenga mi madre cuando un día me dijo que se había encontrado al cirujano que me extrajo de su vientre y de manera casual le preguntó por mí en una forma que aún me inquieta: “Cómo, ¿y aún vive?”. Supongo que eso nos pasa a todos los sietemesinos.

Afortunadamente, el extraño retorno del PRIcámbrico temprano nos sacó no solo de la pesadilla calderonista que fue como pasar dos horas bajo las aguas del río Sonora mientras el señor Larrea se hace pipí, sobre todo ahora que de manera tan generosa ofrece 300 mdp para arreglar la conversión de los ríos sonorenses en imitación chafa del Tártaro.

Así, con la dicha discursiva sobre la vívida imagen de una tierra prometida, me siento arrobado y quiero que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad. Son tales las maravillas que nos cuentan que ya siento que las viví con tal intensidad, que a pesar de aún no haberlas vivido experimento una extraña forma de nostalgia.

Ahora que llego al cincuentenario doy gracias a la vida que me ha dado tanto, y me permite aspirar a la fantasía futurista del licenciado Peña Nieto con entusiasmo y espíritu positivo.

Ya solo espero que el programa Prospere toque a mi puerta con su botarga Prosperito que trae copete y toda la cosa, para que al igual que a millones de compatriotas se me ofrezca la oportunidad de salir del subdesarrollo.

Emocionado, ya quiero sentirme transexenal e ir hecho la raya por el octavo piso del Viaducto con rumbo desconocido trepado en una Suburban blanca, prístino símbolo del México de los milagros de la infraestructura.

Estacionarme en la plancha de lo que fue el Zócalo convertido en mall que dure mil años. Pasearme en el nuevo aeropuerto, que seguramente se llamará “Napito Gómez Urrutia”, sobre todo por su modernidad sin folclor, desprovisto de macheteros y con pura gente pipirisnáis.

Y es que para esos días, quiero creer que ese 64% de mexicanos sospechosistas que imagina que si los detiene la autoridad serán torturados, ya habrán desaparecido. Llegar a los 50, puro, sencillo y optimista.

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