Lo nombraron Esteban

Llevamos en nosotros otros tipos de invasiones humanas; pudo haber sido el hermano menor que vino a cambiarnos todo...

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Cierto es que las invasiones humanas traen consigo diversos tonos de afectación. Nuestros antepasados, naturalmente, no tuvieron la mejor experiencia; su transición resultó violenta y su identidad sacudida. 

Llevamos en nosotros otros tipos de invasiones humanas; pudo haber sido el hermano menor que vino a cambiarnos todo, o pudo haber sido el choque emocional tras ser ocupados por otra existencia amorosa, desamorada, cotidiana.

En “El ahogado más hermoso del mundo” (1968), de Gabriel García Márquez, aceptamos como posible la historia que nos ha sido presentada, de momento también hemos sido movidos por un cuerpo, lo hemos visto y sentido. 

La lejanía temporal e imaginativa no significa mucho porque el texto rompe con las distancias; son letras dispuestas para sentir. Hay también un reconocimiento humano de sabernos empáticos aun cuando leamos bajo la ingenuidad de un pueblo que se transforma con una llegada. Habría que sabernos igualmente transformables, llevamos esos mismos destellos dentro.

Nos interesa una llegada particular. A lo lejos parecía un barco, una estructura apenas reconocible que danzaba levemente en el horizonte marítimo al ritmo de las olas; sin duda era un vaivén que traía tonos de cambio. Unos niños fueron los primeros en vislumbrarlo y la amenaza de una irrupción les resultaba incuestionable; por supuesto que al tenerlo a sus pies y en la orilla del mar, supieron aproximarse para limpiarlo y quitarle los matorrales y sargazos que lo recubrían, sólo así se dieron cuenta de que era un ahogado.

Los hombres del pueblo tomaron al ahogado y siguieron el protocolo correspondiente en el caso de una invasión de este tipo: entregar el cuerpo a las mujeres. Ellas lo limpiaron para que continuara llevando bien su muerte, lo midieron y pesaron desde el corazón. 

También le hicieron ropas, pues, en su enormidad, no valió para mucho el sacrificio del pescador más grande, quien tuvo que donar su ropa dominical. Lo hicieron suyo cuando ningún otro pueblo supo reclamarlo como propio, entonces le rezaron, se enamoraron de su belleza, lo lloraron como se llora a un padre; lo nombraron Esteban.

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