Los elegimos para gobernar, no para que hagan consultas

Las autoridades de una demarcación de la capital ni siquiera pueden tomar, en pleno ejercicio de sus atribuciones.

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Este país es muy extraño: no solo hay una impunidad escandalosa, sino que los ciudadanos, por lo general, carecemos de derechos verdaderos porque no contamos con certezas jurídicas, y los servicios que nos otorga el Estado son esencialmente deficientes. Entre una cosa y la otra, no podemos, por ejemplo, exigir cuentas a unos gobernantes que se enriquecen con absoluto descaro, no nos ha sido asegurada una garantía elemental como la seguridad pública, no disponemos de un aparato judicial confiable y vivimos en un ambiente de permanente desorden.

Es cierto que el entorno guarda una apariencia de razonable normalidad pero basta con escarbar un poco en la escenografía para encontrar toda clase de irregularidades; y es igualmente verdadero que existe un México que funciona y que logra competir exitosamente, a pesar de todo.

Pero, en fin, así como están las cosas uno pensaría que la gran prioridad de las autoridades sería la reparación, urgente, de nuestra maltrecha ciudadanía, y esto, implementando políticas públicas razonables; asunto, simplemente, de comenzar a cumplir con la mera tarea de gobernar con eficiencia y honradez. No hay que inventar el hilo negro ni tampoco ir demasiado lejos.

Pues bien, he aquí que, en este país que les digo, donde ocurren a diario innumerables arbitrariedades y abusos, las autoridades de una demarcación de la capital ni siquiera pueden tomar —con la más perfecta tranquilidad de conciencia y en pleno ejercicio de sus atribuciones (digo, para eso, para ocuparse de la cosa pública, para eso fueron elegidas libre y democráticamente por los ciudadanos)— la decisión de instalar parquímetros en las calles.

Estamos hablando, señoras y señores, de una auténtica nimiedad, algo así como poner farolas para iluminar una plaza o cambiar una parada del bus porque está excesivamente cercana a la anterior. Resulta, sin embargo, que la cuestión devino en un asunto irremediablemente “político” —empleado este desacreditado término en el peor sentido de la palabra, es decir, en la acepción de “politiquería”— y que llegó inclusive a discutirse acaloradamente en el Congreso local.

En este embrollo, faltaría más, hace acto de presencia una figura: la de ese ciudadano que dice no a todo y que se opone por principio a lo que sea, desde el establecimiento de un pequeño centro comercial hasta la construcción de un aeropuerto o de una gran central hidroeléctrica.

Ese personaje de la vida nacional, inconforme perpetuo y soberanamente desentendido de los intereses generales, es el cliente por excelencia de los políticos de turno quienes, sagazmente, transforman cualquier asunto —municipal, administrativo, normativo, urbanístico, técnico o ecológico— en una “causa social”. Así, han dejado de construirse en México varias obras importantísimas y se ha agudizado el nefasto estancamiento de una nación cuyos habitantes, lo repito, se acomodan perfectamente a toda suerte de atropellos mientras que, paralelamente, exhiben una combatividad tan dañina como absurda.

Ahora bien, en un asunto como éste las autoridades municipales podrían hacer una declaración frontal sobre sus preocupaciones reales: es probable que les importe más, por ejemplo, el bienestar de los grupos que bloquean los espacios de las vías públicas y que cobran a los automovilistas por estacionarse —estamos hablando de los llamados “franeleros” que, en los hechos, han privatizado totalmente las calles de la ciudad y cuya actividad significa una suerte de extorsión— que los provechos que se puedan obtener de que el aparcamiento de los coches esté gestionado por una empresa.

Digo, es meramente una opción de políticas públicas en función de ciertos intereses que, así como puedan parecer de concernidos los funcionarios en el tema de servir a los ciudadanos, son tal vez más importantes para ellos: no sería la primera vez que las políticas clientelares prevalecen sobre estrategias más beneficiosas como ésta, la de reglamentar y ordenar el aparcamiento de coches en las saturadas calles de dos barrios de Ciudad de México.

Después de todo, la economía informal sirve de válvula de escape a las clases más desprotegidas de la sociedad mexicana. Y, de la misma manera, no todos los intereses son ilegítimos: el vecino de la Roma que no tiene cochera y al que no le pueden ofrecer más que un espacio de parquímetro para que estacione legalmente los autos de su familia tiene todo el derecho a pedir que se le escuche.

Pero, más allá de estas últimas consideraciones, constatamos, una vez más, la persistente presencia de una muy funesta combinación: ese coctel constituido, a partes iguales, por los intereses corporativos, el ciudadano desobediente, la demagogia populista y la cobardía de unas autoridades que no se han enterado, a estas alturas todavía, que gobernar es poner orden, aunque a alguna gente no le guste. Pues eso.

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