Los hijos de la patria

La Revolución Mexicana fue anecdotario de actos valientes.

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La Revolución Mexicana fue anecdotario de actos valientes. Hijos que retaron la paternidad poniéndola por encima de la nación. Padres que abandonaron el calor familiar para combatir causas justicieras.

Evaristo y Francisco Madero se sintieron desfallecer cuando en una comida familiar escucharon a su nieto e hijo, Francisco Ignacio, hablar de la necesidad de establecer la democracia en México, lo cual suponía enfrentarse al poderoso dictador Porfirio Díaz. 

Para Madero el apoyo familiar de su cruzada democrática lo era todo. Sin importarle la abierta oposición de sus padres -quienes veían amenazada la fortuna familiar- invariablemente los trató con respeto y tolerancia e intentó convencerlos de que una causa justa debía triunfar porque representaba el bien. “Es la lucha entre un microbio y un elefante”, dijo alguna vez el abuelo Evaristo. Pese a las advertencias, pudo más la tenacidad y Madero se lanzó a la lucha abriendo una luz de esperanza para el pueblo,  sueño que terminó en corto tiempo. Su fracaso fue costoso; significó décadas de atraso político y social para la nación entera, el desmoronamiento de su fortuna familiar y a costa de su propia vida, tal y como lo temía su abuelo. 

Hasta los temibles caciques surgidos de la Revolución guardaron filiales recuerdos. Gonzalo N. Santos, apodado “El alazán tostado”, fue durante décadas amo y señor de la huasteca potosina. Mataba sin dudarlo y su calibre podía calcularse con sólo escucharlo decir: “La moral es un árbol que da moras o sea sirve para una ching…”. Su hermano Pedro Antonio tuvo la desgracia de caer en manos de un oficial de apellido Vargas que ordenó su fusilamiento. Tiempo después Gonzalo se enteró de la captura del asesino de su hermano y, en audaz movimiento, lo sacó de prisión y lo fusiló; recogió las balas que le habían atravesado el cuerpo y como un trofeo decidió entregárselas a su padre.

En el anecdotario histórico destaca Emiliano Zapata que desde niño había prometido a su padre que lucharía hasta hacer que le devolvieran sus tierras y moriría en el intento. Cuando Emiliano percibía una traición en el ambiente tampoco respetaba a nadie, ni a padres ni a hijos. En 1913, Victoriano Huerta tuvo la ocurrencia de enviar al padre de Pascual Orozco en calidad de emisario, al estado de Morelos, para persuadir al “Caudillo del Sur” que se uniera a ellos. Muy confiado llegó el enviado de Huerta a territorio zapatista y pronto fue devuelto en una caja de madera. De un tiro Zapata había hecho huérfano a Pascual Orozco. El cadáver de su papá era un mensaje evidente de que el caudillo sureño no pactaba con traidores.

En 1819, Pedro Guerrero suplicó a su hijo Vicente aceptar el indulto del Virrey y renunciar a las armas liberales. Nada conmovió al general insurgente, ni siquiera ver a su padre arrodillado y con lágrimas en los ojos. Su respuesta fue contundente: “Compañeros, este anciano es mi padre; viene a ofrecerme el perdón de los españoles. Yo siempre lo he respetado, pero mi patria es primero”.

La historia mexicana podría comprenderse de otra forma a través de las intensas, brillantes y amargas experiencias entre padres e hijos. Madero, Santos, Juárez, Zapata, Guerrero, finalmente historias personales que atestiguaron el andar de hombres hacia un destino que traspasó los pequeños límites familiares, rompiendo lazos y uniendo otros, buscando un escenario mayor donde la palabra “padre” logró mezclar las raíces más profundas de la historia, y la palabra “hijo” con las voces de los antepasados –ambos- devolvieron a la patria, su sentido original en la historia.

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