Imaginen ustedes la escena vagamente dantesca, como decimos los escribidores sensacionalistas: 60 mil profesores en las calles de una ciudad mediana, decididos a bloquear la circulación, a impedir el comercio, a fastidiar al resto de los ciudadanos… ¿Qué haces con ellos? ¿Cómo los mandas de vuelta a su casa, que diga, a las aulas donde enseñan a sus alumnitos?

Es muchísima gente, casi un ejército. Ah, pero multipliquen este número por 20 o por 30, que sería el número de estudiantes que atiende cada uno de estos individuos, y entonces la cifra, colosal, le dará una idea del perjuicio que provocan, no ya a Oaxaca, sino a la nación entera.

Bueno, ¿y qué pasa con estos señores? Pues, bien a bien no lo sabemos porque sus exigencias —o, mejor dicho, sus pretensiones de no ser ellos exigidos ni obligados a prestar servicios que en cualquier país del mundo serían perfectamente normales— resultan del todo delirantes: no ser evaluados, no tener que cumplir con requisitos mínimos de probidad educativa o no someterse a los mecanismos de supervisión que se le aplican al resto de los trabajadores en todo el ámbito laboral.

¿Cómo es que un colectivo puede plantear siquiera estas demandas sin que ello parezca no solo del todo anormal, sino totalmente improcedente? Pues, señoras y señores, es el absurdo nacional que vivimos los mexicanos y que define consustancialmente nuestra cotidianidad.

Con todo, la causa del problema es bien visible: este asombroso escenario resulta de una práctica política que ha tenido nefastas consecuencias para el país, a saber, la de no tomar nunca decisiones difíciles en los diferentes niveles del gobierno. No se hizo en el momento debido y ahora el tema es complicadísimo: sí, son 60 mil personas...