Maldito teléfono

Cada día más nos somete la dictadura de las máquinas... Aquella máxima gringa: Time is money gana terreno a pasos de gigante.

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Me encontré al viejo cascarrabias mascullando maldiciones y escupiendo palabrotas –y vaya que tiene un arsenal más que respetable de ambas-. Estaba en la Plaza Grande –no le digas zócalo, me pide a cada rato, porque no somos huaches, y menos le llames al centro colonia centro-, lo hallé parado junto a una de esas feas casetas de teléfonos públicos.

Tenía en la mano la sucia bocina del aparato y gritaba fuera de sí. Co…, pel…, ya no se puede ni hablar con la gente, todo son grabaciones que te mandan de un lado a otro y no te resuelven nada. Creo que lo hacen a propósito, para cansarnos y que dejemos de molestarlos.

¿De qué hablas viejo? Cuándo te vi tan molesto pensé que estabas peleando con tu novia (porque han de saber que el carcamán tiene novia: la encontró, según me dijo, en uno de los bailes del recuerdo que se hacen en Santiago. Aunque tiene dos pies izquierdos y está negado para el ritmo, suele ir a las tardeadas de ese otrora rumboso barrio y ahí se encontró a la dama otoñal que le sacudió el tapete… y otras cosas).

No, co…, resopló. Tú sabes que tengo una pensión del IMSS (raquítica, por cierto, se quejó por enésima vez). Hace unos años la cobraba directamente (aparte la posibilidad de saludar a viejos amigos era más fácil y expedito), pero alguien tuvo la brillante idea de darnos tarjetas bancarias y entonces empezaron los problemas.

Ya van varias veces, siguió su jeremíaca queja, que tengo que esperar uno o dos días después de la fecha en que se supone me deben depositar mi dinero, mío, que yo me gané y que nadie me regala. ¿Creen que uno vive del aire, que no come tres veces al día igual que ellos, que no tiene que pagar luz y agua? Sobre todo yo que vivo solo. Un día me vas a encontrar muerto de hambre en mi casa, dijo en una más de sus exageraciones.
¿Pero qué pasó ahora, porque estás hecho un energúmeno pegando de gritos al teléfono?, le pregunté.

Pues nada, que marca uno a esas líneas que dicen de larga distancia gratuita, que no lo es porque aquí tuve que ponerle dinero al aparato este, y me contesta una monótona voz de mujer y me dice que si quiero reclamar, tal número; que si quiero activar mi tarjeta, tal otro; que si quiero reportar extravío del plástico… y así  al infinito.

Puse la opción de “hablar con un asesor” (lo que en realidad no quiero porque no estoy buscando asesoría, sino averiguar por qué ching… no me ha llegado mi dinero), continuó con la cara enrojecida de coraje y las venas de la sien a punto de estallar, y me dice que espere en la línea porque “todos nuestros asesores están ocupados”. Ya llevo más de cinco minutos esperando. ¿No te parece que es más que justificada mi molestia (él nunca dice enojo que porque, afirma, es cosa de chilangos)?

Pues sí, viejo, tienes razón, alcancé a contestarle cuando, entre acecidos, detuvo su perorata quejumbrosa. Cada día más nos somete la dictadura de las máquinas. Las relaciones personales entre clientes y proveedores van cediendo ante la prisa y la urgencia del negocio. Aquella máxima gringa: Time is money gana terreno a pasos de gigante. No nos queda más que decir:  Sic transit gloria mundi.

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