México: ahí sigue, el país bárbaro

Apretar un botón; tirar de una palanca; jalar el gatillo para dispararle a las figuras distantes que se mueven en el horizonte. Eso es lo que han hecho miles de soldados desde que comenzó a utilizarse el armamento moderno.

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En la jungla urbana se respetan, a pesar de todo, ciertos usos y costumbres: si bien es cierto que el coche se conduce a lo bestia —nada de amabilidades innecesarias ni de gentilezas infructuosas— basta con que otro automovilista abra la ventanilla y te pida que le permitas pasar para que tu conducta se modere un poco: prácticamente nadie, enfrentado a una petición tan directa, responde con una majadera negativa: ¡No, no te dejo pasar, vete al diablo!

¿Qué ocurre ahí? Pues que los individuos de la especie, ante la presencia concreta de un congénere con voz y rostro, dejamos de percibirlo como un sujeto anónimo al que, en su condición de lejanía, le pudiéramos infligir maltratos sin mayores problemas de conciencia y, por el contrario, habiendo reconocido a un semejante, nos re humanizamos un poco o, mejor dicho, recobramos una porción de desinteresada generosidad.

En este sentido, se pueden imaginar muchas situaciones en las que la cercanía con los otros humanos —sobre todo si son inocentes y se encuentran en una situación de desamparo—cortaría, de tajo, cualquier impulso destructivo: supongan ustedes, por ejemplo, que a los pilotos del bombardero que arrojó la bomba atómica sobre Hiroshima alguien los hubiera llevado, esa mañana del 6 de agosto de 1945, con los niños de la ciudad japonesa y les hubiera ordenado matarlos.

Se habrían negado rotundamente a cometer esos asesinatos. Pero, a 20 mil pies de altura, en un avión desde donde no se divisa en lo absoluto a las personas y donde su existencia es meramente una suerte de noción abstracta, es perfectamente posible oprimir un botón en los mandos de control y lanzar un terrorífico proyectil.

Lo hicieron esos tripulantes del B-29  y lo consumaron también los miles de pilotos que bombardearon las ciudades alemanas, habitadas mayormente por civiles, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, así como todos esos militares que, en tiempos recientes, han participado en toda clase de contiendas —desde Vietnam hasta Iraq— y a quienes te los puedes encontrar en una tertulia y tener con ellos una muy comedida conversación.

Se puede afirmar, por lo tanto, que, en ciertas circunstancias, la muerte de otras personas no convierte a su ejecutor en un asesino. Y es que esta eventualidad resulta de esa antedicha coyuntura en la que los muertos no tienen rostro, no son identificables en un entorno directo y existen, por así decirlo, como una simple representación, más allá de que en las guerras el enemigo —oportunamente demonizado por las propagandas nacionalistas y, encima, reducido a una categoría en la que su humanidad no es ya completa (por eso es el enemigo a eliminar, porque que no es un igual)— merezca el odio y el desprecio de quien lo combate.

Apretar un botón; tirar de una palanca; jalar el gatillo para dispararle a las figuras distantes que se mueven en el horizonte. Eso es lo que han hecho miles y miles de soldados desde que comenzó a utilizarse el armamento moderno. Jóvenes reclutas y militares de carrera que han seguido viviendo luego sus vidas, como Paul Tibbets, ese coronel de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos que, tras lanzar una bomba que mató a más de 140 mil personas inocentes, murió plácidamente, sin el menor remordimiento, a los 92 años.

Ahora bien, ¿cómo es que rompe de pronto esa frontera y cómo es que, en un país como el nuestro, tenemos a miles de canallas que, mirándote directo a los ojos, sabiendo quién eres, teniéndote ahí al lado, son perfectamente capaces de descerrajarte un tiro, de cortarte una oreja o de amputarte un dedo y de torturarte durante días enteros siendo, por si fuera poco, que no eres siquiera su enemigo declarado sino un simple ciudadano que no representa para ellos ninguna amenaza? Esta pregunta me la he formulado ya durante años enteros pero, en un momento en el que vuelven a ocurrir sucesos espantosos —luego de los abominables asesinatos masivos en San Fernando, Tamaulipas, luego de la desaparición de miles de mexicanos que no hicieron otra cosa que viajar en motocicleta por una carretera o tener un pequeño negocio o celebrar una fiesta familiar, luego de los secuestros y ejecuciones de mujeres en Ciudad Juárez— la respuesta brota de la manera más brutal: los ciudadanos de México estamos rodeados de fieras peligrosas, individuos bestialmente sanguinarios que, por alguna oscura y extrañísima razón, están aquí, entre nosotros.

Esta situación de asombrosa anormalidad, donde un alcalde, en Iguala, puede ordenar el asesinato de cuarenta jóvenes, donde la propia policía —corrompida hasta la médula por las organizaciones criminales— perpetra la matanza, es simplemente monstruosa. ¿Podemos seguir así?

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