México, el país bárbaro

Un joven estudiante de medicina va de compras a Tepito y es matado a golpes por una turba de comerciantes.

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Un joven estudiante de medicina va de compras a Tepito y es matado a golpes por una turba de comerciantes. Los lugareños creyeron que era un ladrón pero antes de siquiera comprobar sus sospechas —y, en caso de que se vieran confirmadas, de llamar a la policía como toca cuando se vive en una sociedad civilizada— decidieron arreglar las cosas por su cuenta y lo lincharon salvajemente.

Esta es un noticia no demasiado infrecuente en un país, el nuestro, que sigue siendo espeluznantemente bárbaro por más que muchos mexicanos tratemos de mirar hacia el otro lado. Lo más curioso es que una tragedia tan tremenda no merezca los titulares de todos los diarios y que no sacuda masivamente las conciencias de los ciudadanos. Tras un suceso así, deberíamos de estar todos en las calles, exigiendo no solo justicia y castigo para los culpables sino exhibiendo nuestra indignación. Porque, señoras y señores, no estamos hablando aquí de la violencia que protagonizan esos delincuentes a quienes se les puede suponer, de entrada, una condición humana disminuida, por así decirlo; el sicario se dedica precisamente a eso, a matar, a ejecutar por encargo y, como vemos todos los días, perpetra sus crímenes de forma especialmente atroz, con una crueldad tan terrorífica como ajena a la inmensa mayoría de nosotros. Pero, por favor, un grupo de comerciantes, o esos vecinos de Chalco que apalearon y quemaron vivos a tres muchachos inocentes, ¿no son individuos como usted y yo, es decir, no vienen siendo gente común y corriente de la cual uno no esperaría, en lo absoluto, comportamientos sanguinarios y salvajes?

Eso es, precisamente, lo que resulta tan perturbador e inquietante: la aparente normalidad de unas personas que, de pronto, pueden llevar a cabo un acto descomunalmente espantoso y que, encima, lo hacen movidas por una suerte de furia justiciera que resultaría, por si fuera poco, de la escandalosa ineptitud de nuestro aparato de justicia. Si los policías y los jueces no son capaces de castigar al delincuente, pues entonces la turba enardecida será la que se encargará del asunto sin mayores trámites, sin juicio y sin sentencia, sin tribunales y sin pruebas de descargo. Retrocedemos ahí siglos enteros y nos instalamos en aquellos tiempos oscuros donde no había leyes escritas ni instituciones encargadas de hacerlas respetar. El problema es que todo esto ocurre aquí y ahora, en México, en un país que aspira a la modernidad pero donde se cometen atrocidades, en el espacio público, que nos desacreditan totalmente como una sociedad civilizada. Y lo peor, repito, es que casi nadie parece escandalizarse. ¿Cómo es que podemos acomodarnos tan fácilmente al horror?
 

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