Era una tarde estremecida, demasiada gente llegando a urgencias, los escasos médicos alborotados y las enfermeras en lo suyo, excepto una, que se nos acercó con ademán apresurado y en un suspiro nos ordenó: 'Internos, vayan a ver a la paciente de la cama 30'; así que con los pesados pasos de unos pies que no descansan, con párpados importunos tras severas horas sin dormir, con los conocimientos seguros por múltiples cursos, pero con el olvido de éstos tras el nerviosismo ocasionado por una paciente que estaba a nuestro cargo y a la cual la muerte estaba vigilando, nos apuramos.

Estaba pálida y sin pulso, iniciamos compresiones torácicas, intentamos intubar pero la paciente vomitaba contenido que nublaba nuestra vista, el monitor no funcionaba y el desfibrilador, bueno, ni qué decirles. Los médicos por fin llegaron a auxiliarnos, demostraron mucha destreza que al final fue en vano, pues el tiempo, ese feroz enemigo, nos había ganado, nos había vencido; le cerramos los ojos, bajamos la mirada y apuntamos la hora y, consternados, seguimos trabajando sin reproches o palabra alguna, como si la defunción pudiésemos hacerla pasar como rutina, pues a esta persona la magia de una nueva vida le había llegado.

¿Es acaso la muerte un villano para el médico? ¿Un error o un recordatorio de que somos humanos? El doctor dijo a la desolada familia: 'Hicimos todo lo que pudimos', pero ¿realmente lo hice? ¿Fallamos? Yo vi a mis amigos luchar, ¿perdimos? Quién sabe, pero lo que sí es seguro es que la gente de afuera no sabrá lo que sentimos, seguirá calificando a los médicos de inhumanos, seguirá regateando las consultas y se enojará si el sueño nos gana o si un error cometemos; esa gente que cree que el médico es malo jamás entenderá lo que fue vivir una muerte por primera vez.