Ni carreteras ni aeropuertos… Que se hunda México

La protesta social es tan indispensable para la democracia como el pensamiento crítico.

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No toda la gente piensa igual ni toda la gente quiere las mismas cosas. Esta perogrullada, cuya mera enunciación parecería completamente innecesaria, viene mucho a cuento en un país, como el nuestro, en el que las diferencias dificultan grandemente la normalidad. 

Uno pensaría (o desearía) que la evidencia de ciertas realidades propiciara un mínimo entendimiento entre una gran mayoría de los mexicanos y, por lo tanto, que las inevitables divergencias no se manifestaran de manera tan recurrente y tan perturbadora como ocurre ahora en el espacio público nacional. 

No estoy diciendo que el lugar natural de la disidencia sea la marginación ni que deba ser confinada. La protesta social es tan indispensable para la democracia como el pensamiento crítico. Pero, lo repito, hay algunos puntos esenciales en los que debiéramos coincidir prácticamente todos los mexicanos porque, para empezar, no resultan de propósitos aviesos ni de oscuros designios, sino que son principios consagrados por la lógica del beneficio colectivo. 

Justamente es esta misma noción del bien común la que parece muy deficitaria en México: en una suerte de pernicioso individualismo, atendemos, antes que nada, nuestros beneficios particulares y sacrificamos así, una y otra vez, el bienestar de la nación.

Miren ustedes, para mayores señas, el dañino activismo de ese tal Frente en Defensa de Tepoztlán que ha bloqueado la carretera Cuautla-La Pera, en el estado de Morelos, para exigir que no se realicen las obras de ampliación de la autopista que llega a su localidad. Es el mundo al revés, señoras y señores: por una vez, los habitantes de una comunidad se oponen a estar bien comunicados. 

Lo que en otros muchos rincones del territorio nacional es una aspiración prácticamente universal —tener caminos buenos y seguros—, para esta gente significa una especie de atropello, una injuria, algo perjudicial.

He aquí lo que aducen, en la página de internet de la Asamblea Nacional de Afectados Ambientales: “Esa ampliación no es una necesidad de nuestra comunidad. La problemática única de tránsito la provocan los enormes tráileres que se dirigen hacia el poniente del país […] no podemos permitir la devastación ecológica […] para rendirle pleitesía a su majestad el tráiler que lleva de pasajera a la mercancía globalizada que cruza el planeta […] no queremos agua purificada que llega en tráiler, queremos tierra y aire limpios y manantiales de donde podamos beber el agua sin tener que ser purificada […] ¡No a la ampliación de la autopista! ¡Evitemos la destrucción de nuestra Madre Tierra! ¡No más proyectos neoliberales que provocan pobreza extrema para la gran mayoría y riqueza extrema para unos pocos!”.

Estos, y otros, promotores de una Arcadia mexicana —un territorio idílico, poblado de gentiles pastores en perfecta comunión con la naturaleza, donde reinaría automáticamente la felicidad— se han opuesto a proyectos tan diversos como la creación del parque eólico en San Dionisio del Mar, Oaxaca —que iba a ser el más importante de América Latina, con una inversión de mil millones de dólares, y que se ha cancelado—, la explotación minera en San Luis Potosí o la mismísima construcción de un aeropuerto para la capital de un país tan importante como México.

Lo más desalentador de este tozudo y trasnochado obstruccionismo es que tiene también una expresión en el ámbito partidista: los conflictos son oportunamente reciclados por las agrupaciones de nuestra “izquierda”, beneficiarias directas de la agitación que, en una postura de decir no a todo, se frotan las manos cada vez que se malogra un proyecto. 

A nivel nacional, las consecuencias están a la vista: nuestro país no crece, Pemex se hunde cada vez más, las inversión extranjera se ha estancado (la venta de Grupo Modelo, con perdón, no aporta nada al crecimiento de la riqueza nacional, sino, por el contrario, es una flagrante desincorporación de capital) y, peor aún, la posibilidad de cambiar de una buena vez las cosas —es decir, de emprender las reformas de fondo que se necesitan en el sector energético y el ámbito fiscal— se ve amenazada por la obtusa politiquería que practica la oposición. ¿Cuánto más estancamiento necesitamos para llegar, algún día lejano, a ponernos de acuerdo?

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