No van a alcanzar las cárceles para todos
Entre los retos de México urge que se brinde una buena educación a los jóvenes y proveer de oportunidades a los millones que cada año intentan incorporarse al mercado laboral.
¿Qué retos tiene México? Hagamos una enumeración tan somera como aleatoria: necesita limpiar sus ríos (para mayores señas, cruzas el Lerma y te das cuenta que no es más que una cloaca pestilente); debe también reforestar esas enormísimas extensiones de su territorio donde los bosques han sido arrasados.
Es urgente que brinde una buena educación a sus jóvenes para meramente subsistir en un entorno de implacable competencia económica; está obligado a reducir una desigualdad entre sus ciudadanos que amenaza la cohesión social de la nación (de hecho, en una sociedad tan extremadamente dividida como la nuestra difícilmente se puede hablar de que los mexicanos estén unidos en torno a unos valores comunes).
Es perentorio que construya miles de kilómetros de carreteras y que realice grandes obras de infraestructura para subsanar un rezago que obstaculiza el desarrollo; debe fortalecer aún más sus instituciones para forjar un entorno de certezas jurídicas; requiere reformar a fondo su sistema impositivo con el propósito, elemental, de aumentar la recaudación del Estado.
Es apremiante la necesidad de que crezca económicamente a tasas más elevadas, así fuere para proveer de oportunidades a los millones de jóvenes que cada año intentan incorporarse al mercado laboral.
Le falta una estructura para asegurar las pensiones de una población que envejece de manera imparable; no le queda otro remedio, si no quiere afrontar un negro futuro de incumplimientos, que sanear las finanzas de la seguridad social.
Igualmente, debe modernizar y reformar sectores, como el energético, que son colosalmente deficitarios y que representan no sólo un fardo intolerable para las finanzas públicas sino también una carga indebida para los contribuyentes; no puede tampoco seguir tolerando el fenómeno de una pobreza estrujante que está ahí, tercamente, y que afecta a una inaceptable cantidad de mexicanos; etcétera, etcétera, etcétera…
O sea, que no hay ni por dónde empezar. Por fortuna, una sustancial parte del país ya participa en importantes procesos productivos y ramas enteras de la economía son lo suficientemente competitivas como para que México sea una auténtica potencia industrial (a muchos lectores, extrañamente, no les gusta oír hablar de esto y envían airados comentarios por poco que comience uno a alejarse de la visión catastrofista; lo bien que comenzaba este artículo, se dirán, antes de que al escribidor se le ocurriera soltar apreciaciones positivas).
Este país es igualmente uno de los socios comerciales más importantes de la primera potencia económica del mundo y una nación que cuenta ya con una pujante clase media.
Ah, pero entre todas esas asignaturas pendientes que tiene México, tan apremiantes como puedan ser casi todas ellas, hay una, la de la seguridad pública, que ha terminado por eclipsar cualquier posible bondad nacional, tal y como estamos viendo en estos momentos luego de que ocurriera el espantoso suceso de Iguala.
Eso, lo que aconteció allí, nos coloca en la muy infamante categoría de las naciones bárbaras y significa un revés —inmerecido, a mi entender— para un Gobierno federal que, primeramente ha heredado una situación y que, en los hechos, (y esto no se refiere únicamente a la Administración de Enrique Peña sino que lo mismo se puede decir del antiguo presidente de la República), se desempeña mucho mejor que una gran mayoría de gobernaciones estatales y municipales; en segundo lugar, las propias responsabilidades del Gobierno central está limitadas por la estructura misma del federalismo y por las atribuciones que la Constitución otorga a los diferentes niveles de la autoridad. Digo, después de todo, por algo se hicieron los municipios, por algo existen, según el caso, provincias, condados, departamentos, autonomías y distritos.
En este sentido, es evidente que las organizaciones criminales no sólo sacan un enorme provecho de la debilidad institucional imperante en varias regiones del país —exhibida escandalosamente por las complicidades de funcionarios con los delincuentes— sino que se benefician también de la descomposición social de las comunidades.
A los mafiosos lo que les conviene es la anarquía y el desorden. Su aspiración es el Estado fallido. Pero, entonces, ¿quién va a hacer la tarea? Si fallan las autoridades locales y el Gobierno federal no puede estar todo el tiempo en todas partes, la misión parece casi imposible.
La mera formulación de los problemas que afronta este país es ya lo bastante desalentadora como para que los mexicanos no estemos todavía mucho más descorazonados ante la espeluznante podredumbre que asola a tantos rincones del territorio patrio. Por cierto, subsano una omisión en la lista del comienzo: hay que construir también muchísimas más cárceles.