Noches de guerra
Nuestro error fue creer en el gobierno y que las guerras realmente se acaban...
En esta ocasión comparto un cuento propio:
Hace mucho que no sentía tanto frío. En algún momento estuve en la famosa Guerra del Muro Rojo, en la cual los gringos invadieron el territorio nacional con la excusa de acabar con la migración. Muchos de nosotros, los que ahora estamos atrapados bajo este techo, ingresamos al ejército sólo porque el gobierno prometió pensiones y casas de dos pisos cuando terminara el conflicto. Nuestro error fue creer en el gobierno y que las guerras realmente se acaban.
Por semanas sobreviví al combate en el Desierto de Sonora; aunque suene extraño, lo más complicado no fue matar personas o vencer el miedo a la propia muerte; sino soportar uno de los climas más extremos del mundo. Durante el día, el calor de la zona te tuesta la piel y absorbe cada nutriente que le queda a tu cuerpo. Al derrumbarse el sol, el frío entra como una víbora hasta acomodarse en cada uno de tus huesos. Sin embargo, mi tropa conocía bien cómo remediar este mal. Utilizábamos telas gruesas hechas con piel de burro para cubrirnos los pies, y antes de dormir se repartían botellas de alcohol que calentaban el cuerpo, por lo menos el tiempo necesario para conciliar el sueño. Con el líquido amargo y nuestra falta de amores en aquellos días, podíamos ver las luces del cielo tan de cerca que parecían protegernos del frío; éramos casi tapados por las estrellas.
En cambio este hospital es muy diferente. En mi habitación sólo tengo una mesa y la ventilación lanza un frío artificial que seca la garganta. Dejé de ver a mi tropa, los caminos del desierto y ahora sólo tengo contacto con un par de enfermeras, que por momentos parecen más afectadas que yo y nunca platican más que de la lluvia. Aquí ni siquiera tengo ventanas y no puedo ver el cielo por las noches. A veces extraño tanto la guerra.