Pellicer, el poeta venido del agua

Agua de Tabasco vengo, agua de Tabasco soy, de agua hermosa es mi abolengo y es por eso que aquí estoy.

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Tabasco es el verde hidráulico, el mar de agua dulce y el estallido vegetal, hábitat de paisanos de tiempos de la colonia que no tuvieron otro remedio que combatir solos a piratas y taladores de palo de tinte, ante la lejanía del gobierno provincial. Yucatecos de antaño y, hoy, con algo de boxitos en su corazón, correspondidos por quienes guardamos su tierra de agua en nuestro músculo del sentimiento, límite del cielo en el que se da por igual el jacobinismo tropical de Garrido Canabal y la poesía pura de Pellicer, poeta grande que reunió el ánimo de redención con la pureza franciscana. Decía que no era su tierra sino sus aguas: Agua de Tabasco vengo, / agua de Tabasco soy, / de agua hermosa es mi abolengo / y es por eso que aquí estoy, / dichoso con lo que tengo.

El 16 de febrero se cumplió un aniversario más de su desaparición física. Lo recuerdo a través de las evocaciones de “su agua”, porque alrededor del 64 fui niño en una Villahermosa menos urbana, que a la vuelta de cualquier esquina tenía potreros, lagunas y variada fauna de los reinos animal y humano, desde hormigas guerreras y lagartos, hasta macheteros torvos y amazonas.

En esos años descubrí, a la vista y desafortunadamente no al tacto, que las piernas de las tabasqueñas eran de las más tersas y perfectas del mundo, probablemente por la dieta tropical pero más seguramente porque vivían en el paraíso en el que se originó la palabra de Pellicer.

A veces, mi hermano Eduardo y yo decidíamos evadir el autobús escolar, martirio sauna en el que las bondadosas pero estrictas monjitas del Colegio Tabasco hacían cumplir penitencia general a varones infantes renuentes a la gramática y la aritmética. Caminábamos entonces por la plaza de armas y al bajar cruzábamos la calle para no pasar al lado de “el Coco”, personaje temible y calvo que se asoleaba en la entrada del museo arqueológico, sentado en un sillón de tela en camiseta sin mangas, pantalón ceniciento y chancletas, mirándonos lánguidamente. Nos desquitábamos del miedo que nos daba lanzándoles piedritas a los cocodrilos del palacio municipal.

Era Don Carlos Pellicer, Poeta de América, quién remodelaba el museo y vivía en austeridad absoluta, como el Santo de Asís, bajo la escalera de la entrada cercana a la plaza.

Años después descubrí su poesía y redescubrí con devoción y sobrecogimiento el agua de Tabasco y su verde, el sol y la persona humana. Pero no olvido nuestra irreverencia y sacrilegios de antaño, oportunidad única de recordar al poeta en toda su humanidad y teñir mis recuerdos infantiles con su palabra.

Hay azules que se caen de morados, dice en un texto en el que cada línea numerada es un poema condensado con significado múltiple y memorable y que tengo grabado junto a su nombre. Me pregunto si acaso, al vernos pasar por la acera de enfrente, parecía no vernos porque soñaba: Mi voluntad de ser no tiene cielo; / sólo mira hacia abajo y sin mirada. / ¿Luz de la tarde o de la madrugada?

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