¿Pemex es de todos? Pues, su deuda la pagamos todos

La empresa petrolera sirvió para alimentar las arcas de un Gobierno que, comodón y displicente, no sólo se desentendió de su obligación de cobrar impuestos como Dios manda.

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Osea, que la astronómica deuda de Pemex y CFE la vamos a pagar ustedes y yo, estimados lectores.

Pues, el castigo nos lo merecemos, por populistas, por patrioteros, por conservadores y por doctrinarios, aparte de anticuados y resentidos: llevamos décadas enteras adorando el becerro de oro del estatismo corrompido y hemos dejado así que el doctor Gobierno, invocando, como siempre, la socorrida soberanía, fuera fabricando, día a día, su monstruosa criatura, a saber, ese engendro bicéfalo, Pemex-CFE, que desde que comenzó a gatear tomó por asalto el sector energético en una ofensiva tan insolentemente confiscatoria que nosotros, sus sumisos y aborregados vasallos, nunca tuvimos siquiera el derecho, de lo más elemental, de decidir quién diablos, entre varios proveedores, nos pudiera resultar más ventajoso para comprarle gasolina o electricidad.

Y nada de lloriqueos y jeremiadas, por favor, si a estas alturas del partido seguimos todavía cerrándole las puertas a esas grandes corporaciones —Royal Dutch Shell, Chevron, British Petroleum o Total— que sí pueden comerciar tranquilamente sus energéticos en países como Francia, Reino Unido o Australia, por nombrar que a unos pocos, sin que sus dichosos ciudadanos expresen la más mínima queja o que las acusen de estar perpetrando un “robo a la nación”.

La lógica más elemental nos dice que si Pemex es la empresa de todos los mexicanos, pues entonces todos los mexicanos, en efecto, tenemos que apoquinar para solventar ese quebranto de casi dos billones de pesos (utilizado el término matemático en castellano, es decir, dos millones de millones o, en números arábigos, dos unidades seguidas de doce ceros) que, miren ustedes, fue acumulando fatalmente, junto con la otra corporación paraestatal, sin que los hijos de la nación mexicana se levantaran jamás, como un solo hombre, para exigir que alguien comenzara a limpiar la casa.

Más bien, ocurrió lo contrario: la devota ciudadanía se tragó despreocupadamente el discurso oficial, hecho de rancias retóricas nacionalistas y pomposas soflamas, olvidándose de exigir cuentas. Cuando nos despertamos todos, el dinosaurio seguía ahí pero, además, se había vuelto tan incontrolable como pernicioso.

Desde luego, la empresa petrolera sirvió para alimentar las arcas de un Gobierno que, comodón y displicente, no sólo se desentendió de su obligación de cobrar impuestos como Dios manda sino que se gastó la plata como un nuevo rico irresponsable. Fuimos así de crisis en crisis hasta que no hubo otro remedio que cuadrar las cifras de la macroeconomía.

Hoy, seguimos sin ver los beneficios reales de haber explotado tan colosal riqueza y resulta, por si fuera poco, que tenemos que liquidar una deuda de miedo. ¿Les gusta a ustedes, compatriotas, el desenlace de esta historia ejemplar? 

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