Poner orden sin matar a nadie

México se ha convertido entonces en el paraíso de los agitadores y en una suerte de pequeño infierno para quienes, en circunstancias de total indefensión, se encuentran de pronto secuestrados.

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Hay que poner orden en este país. Es una tarea tan apremiante como necesaria para asegurar las mínimas condiciones que exige la modernidad. México es un territorio de abusos, desbarajustes, alborotos y desgobiernos.

Pero, esa confusión —alentada aviesamente por los victimistas, que son legión, de una oposición desleal (y promovida también por un pueblo indisciplinado, reacio a someter sus reales designios a los simples mandatos de las leyes)— esa confusión deliberada, repito, entre el ejercicio legítimo de la autoridad y el despliegue abusivo de la represión sigue siendo un obstáculo monumental en el camino hacia la convivencia armónica de nuestra sociedad.

Naturalmente, buena parte de la protesta social —perfectamente entendible en un país desigual e injusto (estas condiciones son también parte del problema)— se adhiere al principio de la agitación pública, traspasando las fronteras de la resistencia civil y adentrándose en los inquietantes terrenos de la violencia, y es justamente por ello que vemos bloqueos de carreteras y avenidas por poco que haya dejado de surtirse agua a una comunidad o que se vaya a comenzar la construcción de una obra de ingeniería que disgusta a los vecinos.

Los pretextos más peregrinos, aparte de ilegítimos, sirven para llevar a cabo algaradas y disturbios que, al final, afectan únicamente al resto de los ciudadanos, primerísimos damnificados de una protesta social que, si lo piensas, termina siendo esencialmente insolidaria en tanto que perjudica gravemente a gente que nada tiene que ver.

Confrontadas a este estado de cosas, las autoridades han tomado el camino de no responder, desentendiéndose olímpicamente de su obligación de mantener el orden público y de preservar las condiciones para que se puedan desempeñar las más básicas actividades de la cotidianidad colectiva.

Y es que, miren ustedes, la mera intervención de la fuerza pública, así sea para cumplir con las disposiciones previstas en la Constitución (sus preceptos, por lo visto, no serían mandatos obligatorios sino simples rutinas de carácter opcional según el criterio del funcionario de turno), es percibida, por tirios y troyanos, como el acto represivo de un régimen que, al parecer, no contaría siquiera con la mínima legitimidad para controlar a los revoltosos que interrumpen el tráfico en una autopista o que destrozan los escaparates de los comercios.

México se ha convertido entonces en el paraíso de los agitadores y en una suerte de pequeño infierno para quienes, en circunstancias de total indefensión, se encuentran de pronto secuestrados, ésa es la palabra, por los primeros. Pero, he aquí que cuando, en una de las entidades federativas, un gobernador decide promover instrumentos legales para reglamentar la intervención de la policía y comenzar a resolver el problema, la actuación de los agentes se salda con la muerte de un niño. O sea, que no hay término medio. Seguirá pues el desorden.

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