Por favor, ya es hora de poner orden

Los restaurantes pierden clientes, los hoteleros se quedan con habitaciones vacías, los niños que no pueden asistir a las escuelas...

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El tema del uso de la fuerza pública es importantísimo en un país, como el nuestro, donde cualquier grupillo de manifestantes puede desmadrar por completo el tráfico, la actividad comercial y la vida de millones de ciudadanos.

Siempre me he preguntado, justamente, por qué parece no importar los intereses de todos esos mexicanos que, sin deberla ni temerla, son los primeros perjudicados.

Los dueños de restaurantes que pierden clientes, los hoteleros que se quedan con las habitaciones vacías, los niños que no pueden asistir a las escuelas, los turistas que permanecen varados durante horas enteras en una autopista, los trabajadores del sector de los servicios que no consiguen la paga habitual porque los agitadores bloquearon un centro comercial o cerraron las puertas de un supermercado, en fin, toda esa gente, muchísima, ¿no merece que los diferentes gobiernos —los municipales, los estatales y el federal—cumplan con su primerísima responsabilidad de salvaguardar el orden público y garantizar los derechos de la mayoría?

Y a nuestros gobernantes, que no solamente han recibido los votos de quienes arrojan piedras y destrozan la fachada de un Congreso local o de quienes bloquean una carretera, ¿no les preocupa que millones de ciudadanos sean rehenes de unos grupos minoritarios?

¿No cuentan, en México, los empleados, los empresarios, los meseros, los vendedores, los comerciantes y todos aquellos que resultan directamente afectados cuando, por ejemplo, un grupo de profesores salvajes e incivilizados bloquea, por sus pistolas, la circulación de la autopista que lleva a uno de los principales destinos turísticos?

¿Por qué nuestras autoridades no toman medidas para evitar los colosales perjuicios que resultan de la “protesta social”?

Es una lógica muy extraña la de esos gobernantes que, sabiendo de motines, algaradas, desmanes, violencias y abusos, no solamente se lavan las manos sino que, mientras más salvaje y más abusiva es la rebelión, más dispuestos están a “dialogar”.

Maldita palabra, en este caso: un vocablo, “diálogo”, que exhibe en toda su dimensión la grandeza del proceso civilizatorio al implicar, por su propia definición, una ejemplar disposición de los hombres para entenderse a través de la razón, ha sido corrompido fatalmente aquí porque resulta de la pasividad, de oscuras complicidades, de interesadas cobardías y de simple irresponsabilidad.

Llegan los vándalos, incendian y destruyen, y la primera respuesta que reciben, innecesariamente conciliatoria porque su lenguaje de ellos ya era el de la violencia y la brutalidad, es que las autoridades están dispuestas a “dialogar”, a “atender sus demandas”, a “buscar soluciones de común acuerdo” y, sobre todo, a “no utilizar la fuerza”.

Vaya renuncia escandalosa al ejercicio de la autoridad y vaya actuación inmoral en tanto que significa una grosera complicidad con la perpetración de actos abusivos y declaradamente ilegales.

Pero, cuando sí hay respuesta por parte de la fuerza pública, entonces tampoco podemos hablar de una actuación razonable y correcta: frente a los vándalos y los destructores tenemos a unas policías que tampoco saben administrar los niveles de violencia y que responden de manera tan excesiva como indiscriminada y torpe. Para contener a una turba de agitadores no es necesario matar a nadie ni fracturarle el cráneo a un desconocido que iba pasando por ahí. ¿No hay quien pueda venir a entrenar a nuestros gendarmes, a falta de especialistas de casa? ¿No hay, tampoco, líneas de acción y procedimientos claramente estipulados en manuales para determinar cómo actuar en cada caso?

El asunto es urgente y apremiante. Porque, señoras y señores, ya basta de desorden, de pérdidas y de perjuicios. No hay lugar para tanto desbarajuste en un México que aspira a ser una nación moderna de verdad.

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