Por la vieja Peni

Al viejo cascarrabias le agarró un ataque de nostalgia y confesó que acudió al rumbo de la ex Penitenciaría a recordar sus años de niño.

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El viejo cascarrabias tiene una enfermiza inclinación a la nostalgia. Nomás le preguntas algo de algún tema del pasado y parece que le das cuerda. Habla sin parar hasta que alguien lo calla. Conmigo no pasa así porque, como lo conozco de toda la vida, ya sé a qué atenerme si me arriesgo a tocar algún tema cercano a su corazón. Con esa premisa presente, le dije que me informaron de su presencia por el rumbo de la ex Penitenciaría. Que estabas pajareando por allá, le indiqué, como pescando sililes o buscando una aparición celestial. O sea que estabas alelado.

Sí, me respondió, por allá estuve, pero ni pescaba sililes ni estaba alelado. Tú sabes que un tiempo viví en ese rumbo, a unos pasos de las rieles del tren de Peto. Cuando la familia vino a radicar a Mérida, un tío bondadoso le dio a mis padres prestada una casa en ese sitio.

Me agarró un ataque de nostalgia, me confesó. Fui a recordar mis años de niño. Allá por fines de los 50 y principios de los 60 pasaban muchas cosas en mi calle. Una de ellas era que teníamos cerca el Centenario y en las noches era impresionante oír desde la casa el rugido del único león (bastante desnutrido) que entonces había en ese sitio o ir a mirar la famosa vaca de cinco patas. 

También nos impresionaban a los del grupo de chavales los soldados que hacían guardia desde las almenas del penal y que cada determinado tiempo tenían que gritar: “¡Centinela, alerta!” para que se supiera en el centro de mando que no se habían dormido, o el que estaba de guardia en la entrada de la Peni y que debía caminar con paso marcial de un lado a otro una y otra vez durante horas y con el rifle al hombro.

Son tantas cosas las que me vienen a la mente. Por ejemplo, el leprosario que ocupaba la esquina surponiente del Hospital O`Horán (que hoy es sede del Centro Dermatológico que dirige el doctor Cerón), a donde nuestros padres nos prohibieron acercarnos por temor a que nos contagiáramos, pero a donde íbamos a acechar, con morbo infantil, para ver si era cierto que la piel de los enfermos se les caía en pedazos.

Pero, por encima de todo, recuerdo las tardes, cuando a las tres en punto, se asomaba desde el norte el ferrocarril tirado por una locomotora de vapor y que iba rumbo al sur: Umán, Muna, Ticul, Oxkutzcab, Tzucacab y Peto. Ese momento era esperado por varios niños del rumbo a quienes un sorbetero nos daba tres o cuatro barquillos de helado –de coco o alguna otra fruta- para que subiéramos a vender a los pasajeros. Casi corriendo debíamos ir de vagón en vagón con el helado chorreándonos por las manos. Por cada barquillo vendido recibíamos cinco centavos.

Y los sitios prohibidos que ejercían especial fascinación sobre nosotros: el prostíbulo de don Malanga, en la mera esquina, a donde mis papás me advirtieron que si me acercaba de una buena paliza no me salvaría ni Dios padre (y obvio que era un acicate especial para desobedecer) o el maloliente predio (donde un tiempo funcionó años después el Chetumalito) que en ese entonces albergaba los sumideros del O`Horán.

Ofreció contarme más cosas de aquella época y muy a su estilo concluyó:  Sic transit gloria mundi.

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