¿Puede Peña retomar el liderazgo latinoamericano?
La respuesta corta es no. Pero no porque el presidente electo o su equipo de colaboradores en la materia —encabezados posiblemente desde una joven cancillería por Emilio Lozoya— no tengan la capacidad, sino porque la atomización de variables imprime una complejidad tal, que el desarrollo de la región cada día más responde a la concurrencia de la voluntad de millones que a la coordinación institucional nacional como la conocíamos antes.
Latinoamérica ha dejado de ser el aglutinamiento de bloques de países con líderes identificados ideológicamente y se convierte en una vibrante fuente de oportunidades —y conflictos— de sofisticada complejidad. Un ejemplo. Ayer la Universidad Torcuato di Tella en Argentina publicó la expectativa inflacionaria de ese país: un espantoso 30 por ciento para los siguientes doce meses. No obstante, el gobierno de Cristina Fernández manipula las cifras oficiales y sitúa la inflación muy por debajo de lo que se estima en el mundo académico.
Otro ejemplo. Ayer, el rey Juan Carlos pidió a Dilma Rousseff que los empresarios brasileños inviertan en España, aduciendo afinidad cultural. El rey habló la mitad en portugués. ¿Cuándo nos habríamos imaginado ello?
¿Qué puede proponer el nuevo gobierno de México en este contexto? ¿Bloques reforzados de libre comercio? ¿Libre circulación de personas? ¿Una moneda común? Iniciativas de este tipo pueden tomar décadas en regresar a la imaginación colectiva luego de la experiencia de Europa.
Pareciera que ante los problemas de América Latina, México está un tanto atrapado. No podrá ejercer un liderazgo notorio. Además, la rebaja constante de aranceles en materia comercial ya no logra compensar la andanada de medidas proteccionistas y arbitrarias que también se hacen presentes en la región. ¿Resultado? Los gobiernos cada día están menos habilitados para determinar líneas de pensamiento regionales. Mientras tanto, deben lidiar con la variable crítica de su desarrollo local: la velocidad.
América Latina es como una orquesta sinfónica en la que se han tocado huapangos y sinfonías —a veces al mismo tiempo—; y en la que quienes la dirigieron… han dejado la batuta. Ahora escuchamos a los músicos tocando solos.