¿Qué clase de individuos produce nuestro país?
Me refiero a la figura misma del canalla, ese asesino que es capaz de amputarle las piernas a un muchacho, de sacarle un ojo a un policía federal, de quemar viva a una chica luego de haberla violado...
Las noticias giran en torno a la situación de Michoacán. De pronto, parecemos descubrir que las cosas no andan bien ahí, que hay mucha violencia e inseguridad. ¿Qué ha pasado, para que el tema ocupe ahora tan machaconamente los titulares de la prensa?
Digo, los grupos criminales llevan ya un buen tiempo asolando el territorio de Tierra Caliente —años enteros de secuestros, asesinatos y extorsiones que han dejado un siniestro reguero de cadáveres— y todo eso, tan escandalosa situación de desgobierno e ilegalidad, no merecía ni la atención global de los medios de comunicación ni tampoco una intervención contundente y decidida como la que vemos ahora por parte del gobierno Federal.
Por lo visto, formaba parte de esa perversa “normalidad” de sangre, terror y muerte que viven tantos lugares de nuestra República.
Pues bien, lo que ha ocurrido es que el Estado mexicano se siente súbitamente desafiado al haber aparecido en el escenario unos grupos ciudadanos de autodefensa que, tomando en sus propias manos la seguridad de sus comunidades, constituyen una suerte de poder paralelo que, ahí sí, no es aceptable en un país que se precia de tener cierta mínima cohesión institucional (y esto, aunque lo otro, el aterrador avasallamiento que padeció durante años enteros toda una región significara ya, a mi entender, una directísima vulneración del estado de derecho y soslayando, de paso, la inaceptable realidad de que miles de mexicanos se hayan encontrado en la más absoluta indefensión, acosados por unas organizaciones criminales que, por si fuera poco, actuaban impunemente gracias a su turbia e indecente complicidad con las autoridades).
O sea que, al organizarse y tomar las armas los habitantes de Tierra Caliente, lo que hubiera debido ser anteriormente inadmisible se convierte, ahora sí, en algo absolutamente innegociable, por lo menos en lo referente al discurso público del Gobierno (en varias zonas, los grupos de defensa participan hombro a hombro con las fuerzas oficiales de seguridad y esto, como lo señalaba yo en mi anterior columna, podría ser una solución al problema siempre y cuando, desde luego, las milicias populares vuelvan a la vida civil una vez que ya no exista la amenaza de los Caballeros Templarios y otros grupos criminales).
Pero, más allá de estas apreciaciones, hay una vertiente de la situación que prácticamente no figura en los comentarios de los analistas y observadores de la realidad michoacana. Me refiero a la figura misma del canalla, ese asesino que, en compañía de otros de su calaña, es perfectamente capaz de amputarle las piernas a un muchacho, de sacarle un ojo a un policía federal apresado, de quemar viva a una chica luego de haberla violado, en fin, de perpetrar las más escalofriantes atrocidades.
De esta gente hay mucha en esos pagos. Y no hay realmente una explicación muy plausible a tan extraña concentración de la maldad en una parte del territorio nacional.
Después de todo, señoras y señores, esos tipos fueron paridos por alguna mujer en algún momento. Lo que no sabemos es lo que ocurrió después: cómo fue su infancia, qué educación recibieron (o dejaron de recibir), qué instintos y qué gustos y qué aficiones y qué hábitos desarrollaron.
Lo que sí nos queda muy claro es que, hoy día, son individuos irremediablemente antisociales (en el sentido clínico de la palabra, como suelo señalar en mis artículos cuando hablo del tema) que no experimentan sentimiento alguno de culpa al infligir dolor a los demás.
Y, lo repito, su aglutinación en una región resulta todo un misterio en tanto que uno supondría que debiera ser mínimo el porcentaje de esas personas en la población.
Pues, por lo pronto, ahí están, en Tierra Caliente. Centenares de ellos, como si fueran parte del paisaje de la región, como si pertenecieran a un siniestro orden natural de las cosas. ¿Qué ha pasado? ¿De dónde han salido? ¿Por qué existen?
Estas preguntas, independientemente del hecho de que deban ser neutralizados (apresados o eliminados físicamente, para erradicar de tajo la amenaza que representan para sus semejantes), deberían de figurar, de manera urgente, en cualquier reflexión que nos podamos hacer sobre la nación mexicana. Porque, en efecto, ¿qué tipo de sociedad somos como para haber fabricado a tantos de estos monstruos?