¿Qué tan bárbaro es México?

Imaginen ustedes los prodigiosos avances en el apartado de la salud...

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La historia de los hombres es una terrorífica recopilación de violencias: guerras, asedios de ciudades, ocupaciones de territorios, conquistas a sangre y fuego, batallas, saqueos, violaciones y toda suerte de brutalidades. El Viejo Testamento consigna interminables atrocidades que formaban parte de una extraña normalidad consentida por un Dios implacable y cruel. Otros libros no hacen más que reforzar la visión de esta realidad antigua hecha de sufrimientos, humillaciones y una escalofriante ausencia de derechos humanos.

El proceso civilizatorio acaba apenas de permitirnos vivir en un espacio común donde podemos no solo ejercer ciertas garantías básicas sino exigirlas abiertamente a nuestros gobernantes (siempre y cuando éstos hayan sido elegidos democráticamente y se sientan obligados a rendir cuentas, algo que no termina de ser enteramente evidente). Pero, a estas alturas del camino, podemos todavía hacernos preguntas muy tremendas sobre la persistencia del Mal, con mayúscula, en el mundo contemporáneo: siguen, todos los días, las hambrunas, las atrocidades y los abusos aunque muchos de nosotros, por fortuna, no los experimentemos de manera directa.

De cualquier manera, el pasado es mucho más estremecedor que el presente. Y, en este sentido, podríamos también plantearnos la pregunta, necesariamente inquietante para quienes estamos aquí y ahora en el mundo, de cómo nos verán a nosotros los futuros habitantes del planeta, digamos, dentro de 200 o 500 años.

Ese universo, el del futuro, se nos aparece como algo simplemente deslumbrante: imaginen ustedes los prodigiosos avances en el apartado de la salud: órganos que se regeneran, modificaciones genéticas que hacen mucho más resistentes y saludables a los organismos, enfermedades que se controlan perfectamente, una vida humana que se prolonga exponencialmente, etcétera, etcétera; imaginen también sociedades en las que la soberanía del individuo —es decir, el respeto a sus derechos y el reconocimiento a su persona— ha sido llevada a su máxima expresión; o, en el tema de la convivencia civilizada, sistemas políticos en los cuales la representación de los intereses ciudadanos ha sido también asegurada con total plenitud; imaginemos, por último, una suerte de paraíso terrenal sin sentimientos nacionalistas, sin ambiciones territoriales y sin violencias debidas al muy bajo impulso de sojuzgar al otro, de oprimirlo y de explotarlo porque la mera idea de hacerlo es vista como una aberración (de la misma manera en que, hoy día, no podemos concebir que un gobernante decidiera, por sus pistolas, masacrar a los inocentes tal y como se consigna en las Escrituras que lo hizo Herodes).

Ese escenario futuro es tan imaginable como posible. Después de todo, nuestro rechazo a las prácticas del pasado es la más visible manifestación de una tendencia natural de la humanidad a ir mejorando: no podemos en manera alguna comparar, por ejemplo, las condiciones laborales de un trabajador adulto de nuestros días al escandaloso estado en que se encontraban los niños que se desempeñaban en las fábricas durante la Revolución Industrial del siglo XIX. A la gente la quemaban en las plazas públicas en tiempos de la Inquisición. ¿Podemos imaginar que ocurra algo parecido en Ciudad de México en estos momentos? El proceso civilizatorio es una realidad innegable.

Ahora bien, volviendo a la posible visión que puedan tener los futuros habitantes de este planeta sobre las realidades de estos tiempos, hay que decir que no estarían demasiado equivocados al describirnos, todavía, como una sociedad algo bárbara, insolidaria, descarnada, indiferente y no enteramente compasiva. Y, entre los potenciales representantes de este entorno tan poco ejemplar, México figuraría como un país con serias asignaturas pendientes. Nuestra justicia, para mayores señas, no garantiza siquiera los más mínimos requisitos de probidad, por no hablar de la simple administración de seguridades jurídicas para los habitantes de la nación; socialmente, nos acomodamos todos a la realidad de la pobreza sin demasiados problemas de conciencia; pero, sobre todo, la diaria consumación de atrocidades es una cuenta muy pesada en el balance humanitario. Estamos hablando de la civilización, ni más ni menos. Un territorio donde ocurren espantosas ejecuciones todos los días no es, inclusive en estos tiempos, un espacio vivible y digno. Pero, ¿cómo dejamos atrás la barbarie?

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