¿Qué tan responsables (culpables) somos todos?

Adviertan ustedes, simplemente, las feroces críticas que le han caído al presidente de la República sin que el supuesto “aparato represor” haya tomado medida alguna en contra de los periodistas que lo señalan.

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Una de las fórmulas más socorridas, al proferir juicios sobre las atrocidades y horrores debidos al flagelo de la inseguridad, es que todos los ciudadanos de este país seríamos vagamente responsables —si no es que directamente causantes— de la situación. De ahí a emitir la sentencia de que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen no habría más que una zancada.

Después de todo, somos una nación desaforadamente corrupta y estaríamos pagando meramente el precio de ejercitarnos, de manera tan despreocupada como ventajista, en las artes de la mordida o en las infinitas técnicas de la depredación. Para mayores señas, aquí robamos todo lo que se pueda —en las empresas públicas y privadas, en los comercios, en los espacios comunes, en las calles— y no hay manera ya de poner siquiera un rollo de papel sanitario en los servicios de una oficina sin que alguien se lo apropie.

Esta cultura de la ilegalidad, llevada a sus más pavorosos extremos, sería la que ha llenado este país de sicarios, rateros de todo pelaje, secuestradores, asesinos y violadores, por no hablar de esos individuos totalmente antisociales cuya simple existencia en nuestro entorno es un verdadero misterio.

Si bien reconozco una relación directa entre la falta de civismo —y la ausencia de los más elementales valores ciudadanos en millones de mexicanos— no comparto enteramente la lapidaria sentencia de que se nos podría imputar, de manera global, tan tremenda responsabilidad.

Algo, encima, que nos llenaría de una culpa tan oscura como inútil. Porque, para empezar, muchísimas de las víctimas de los criminales son personas perfectamente inocentes, gente de bien a la que el Estado no brinda protección ni hace justicia. Y, en lo que toca al tema de las drogas, muchísimos de nosotros no hemos jamás consumido sustancias ilegales como para que se nos pueda reprochar una cínica (y despreocupada) complicidad con las bandas criminales que las trafican.

Pero, entonces, ¿qué pasa? ¿De dónde viene el problema? ¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Debemos remontarnos a nuestro pasado remoto para justificar nuestros problemas? ¿Hay factores culturales que explican la violencia? ¿Somos corruptos por naturaleza así como otros pueblos serían, supuestamente, esencialmente hacendosos u organizados?
He leído incontables teorías, presunciones, suposiciones y conjeturas sobre lo que está ocurriendo ahora: se señala la debilidad del Estado, se consigna la escandalosa desigualdad de nuestra sociedad, se denuncia la podredumbre del aparato de justicia y se cuestiona la viabilidad misma un sistema que no logra contener la descomposición social del país. Todo esto es posiblemente cierto pero no aclara por qué hemos escogido, como nación y como sociedad, ese camino.

Si nos adentramos en el terreno de las apreciaciones prejuiciadas y las generalizaciones abusivas podríamos hacer nosotros mismos algunas aseveraciones no demasiado gloriosas sobre la identidad mexicana. Y, en el exterior, la visión negativa se ha alimentado, entre otras tramas, de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez o, ahora mismo, de los sucesos de Iguala (el país ya se había envilecido, no me cansaré de repetirlo, con las inconmensurables tragedias de San Fernando y Allende, pero ahí casi nadie dijo nada).

Así las cosas, es muy importante —más allá de que no podamos descifrar algunos insondables misterios— poder reconocer la innegable evidencia de que las cosas han cambiado para mejor en muchos renglones de la realidad nacional. Y ahí sí que tenemos una responsabilidad colectiva. Adviertan ustedes, simplemente, las feroces críticas que le han caído al presidente de la República sin que el supuesto “aparato represor” haya tomado medida alguna en contra de los periodistas que lo señalan.

Eso no ocurría jamás en mis tiempos. Hemos creado, con el paso de los años, instituciones autónomas y hemos instaurado, a pesar de todos los pesares, un saludable sistema democrático. Y, todo esto ha resultado, curiosamente, de situaciones de crisis como la represión de 1968 o de adversidades como el seísmo de 1985. Es decir, ha habido una respuesta institucional a problemas que, en su momento, fueron agudísimos y que parecían no tener salida. Entre otras cosas, ahí está la solidez de nuestra macroeconomía que se deriva de los estrepitosos desplomes financieros del pasado. En ese rubro, aprendimos la lección.

Falta muchísimo por hacer pero podemos vislumbrar, en las circunstancias que estamos viviendo, un pequeño rayo de esperanza: la crisis es gravísima pero, así como México dejó de ser un país no democrático, sometido a los caprichos del presidencialismo, imaginemos que, en un futuro no muy lejano, se transformará en un verdadero Estado de derecho. ¿Por qué? Justamente por eso, porque ya no pueden seguir así las cosas. 

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