Quien quiera su droga, que la tenga

Al legalizar las sustancias psicotrópicas necesitaríamos, eso sí, descartar cualquier preocupación moral sobre el destino de los consumidores.

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Legalicemos pues las drogas. Todas. Las duras y las blandas. Ya tomamos alcohol y, miren ustedes, no pasa nada. Bueno, miles de personas mueren cada año porque hay tipos (y tipas) que conducen perfectamente borrachos (y borrachas). También hay maridos que muelen a palos a la mujer cuando vuelven alcoholizados a casa. De la misma manera, muchos padres bebedores maltratan a los hijos pequeños o dejan de pagar las colegiaturas. Quien dice alcohol habla de prácticas perfectamente disfrutables como la de acompañar la comida con una buena copa de tinto o rematarla con un licor. Pero la palabra simboliza también imprudencia y muerte, irresponsabilidad y decadencia, vergüenza y degradación, adicción y dolor.

Ah, y el tabaco. Otra droga. Tan extrañamente placentera que la primera vez que aspiras el humo de un cigarrillo te sabe a rayos y te pones a toser. Sin embargo, alguna gente se engancha y al final la dependencia es tan feroz que los aficionados se someten a costosísimos tratamientos médicos para librarse del vicio. La muerte por enfisema pulmonar, una de las dolencias que más aquejan a los fumadores, es simplemente espantosa: los pulmones del paciente terminan por no tener ya ninguna capacidad y éste se asfixia. El cáncer de laringe tampoco es menos horrible. Y, vamos, ahí tenemos también todos esos padecimientos cardiacos y del sistema circulatorio provocados por el tabaco. Lo menos que puedes decir es que no te hace sentirte bien aunque los adictos necesiten chupar un pitillo en cuanto se levantan de la cama para procurarse esa suerte de fugaz bienestar que te ofrecen, justamente, las drogas.

En fin, hemos decidido, en nuestras sociedades, que todos estos son asuntos que competen al individuo soberano y que si decide beber en exceso o fumar dos paquetes de cigarrillos al día está meramente ejerciendo las potestades que le han sido aseguradas por un sistema que no solo no prohíbe ni el alcohol ni el tabaco sino que permite que sectores enteros de la economía se dediquen a producir y comercializar estas sustancias. El Estado moderno ya no se entromete en cuestiones tan personales como el consumo privado de whisky de malta pura o de habanos importados de Cuba. Cobra impuestos, en todo caso, y con la consecuente recaudación, aunque no cuadren los números, intenta proveer cuidados hospitalarios y atenciones médicas a los individuos afectados por el consumo excesivo. En algunos países, como los de Escandinavia, las tasas son exorbitantes y aunque el propósito disuasorio debiera reflejarse en una disminución del consumo, resulta que la gente bebe y fuma tanto, o más, que en las tierras prometidas del alcohol y los cigarrillos baratos (México, entre ellas). Pero vean ustedes lo que ha ocurrido aquí al querer nuestros gobernantes encarecer el tabaco: se ha multiplicado exponencialmente el contrabando y los fumadores ya no saben siquiera si lo que se están metiendo a la boca es un pitillo de marca registrada o una venenosa imitación procesada en una oscura factoría china. Ocurrió también en Estados Unidos, en la época de la Prohibición (con mayúscula, por favor, amables correctores, porque estamos hablando de un acaecimiento específico al que hay que referirse utilizando un nombre propio), porque el único resultado obtenido por los aturdidos represores puritanos del Gobierno fue que, ante un consumo exacerbado, se vigorizaran exponencialmente los mecanismos de oferta y demanda: esos inmigrantes italianos y esos otros alemanes recientemente afincados en el Nuevo Mundo no solo nunca entendieron por qué no podían tomarse tranquilamente una copa de Chianti o una Pilsener sino que, enfrentados a la imposibilidad de procurarse legalmente las botellas, estuvieron dispuestos, como el resto de los consumidores de todas las proveniencias, a tratar con traficantes.

Pues bien, el dilema es sorprendentemente parecido hoy día en lo que se refiere, por lo pronto, a una droga como la mariguana y otras, mucho menos recomendables, como la cocaína o la heroína: para tenerlas necesitas llevar a cabo una transacción ilegal, lo cual convierte a los consumidores en cómplices de los delincuentes. Hay, además, una descomunal distorsión del mercado: las sustancias son mucho más caras de lo que te costarían si se vendieran libremente. Y, habiendo tantas ganancias, es verdaderamente ilusorio pensar que no van a existir, siempre, personas absolutamente dispuestas a todo —a traficar, a adulterar, a matar, a especular— para obtener su correspondiente tajada del pastel.

Al legalizar las drogas necesitaríamos, eso sí, descartar cualquier preocupación moral sobre el destino de los consumidores. Porque, con perdón, supongo que eso, el hecho de que las sustancias sean dañinas, es lo que las hace ilegales. Pero, es simplemente un asunto de graduaciones en los niveles de clasificación: si admitimos los perjuicios del tabaco y el alcohol entonces no habría razón para no aceptar que ciertas personas, de manera perfectamente voluntaria y en ejercicio de sus responsabilidades, afronten más riesgos sanitarios, es decir, que puedan ver más afectada su salud. Es cosa de ellas, después de todo. Recordemos que ya lo hacen de cualquiera manera y, encima, pagando más de lo que desembolsarían si las drogas fueran legales.

De quienes no hemos casi hablado es de los criminales y los traficantes. La legalización los debilitaría financieramente, sostienen algunos. Es cierto. Necesitarían entonces dedicarse a otro negocio. No creo, como he dicho en otras ocasiones, que vayan a salir a la calle a vender Biblias. ¿O sí?

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