¿Quién teme al Lobo Feroz?

Jaló la cinta anudada en un moño contra su garganta, provocando que la capa roja se deslizara de la manera más grácil y lenta sobre su cuerpo.

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En la penumbra, la joven le miró primero a los ojos y dejó que su mirada cayera sobre sus labios antes de besarlo, con un medio beso, mordiéndolo, con amor, con necesidad, en silencio sólo roto por un gruñido gutural.

Se apartó de él, recorriendo su rostro con la mirada, de los ojos a los labios, de ida y regreso; en la penumbra todo se ve.  Jaló la cinta anudada en un moño contra su garganta, provocando que la capa roja se deslizara de la manera más grácil y lenta sobre su cuerpo, cayendo de los hombros hasta sus pies, desnudando cada curva, vulnerando cada recoveco, exponiendo cada secreto sobre su piel.

La joven sonrió a lo lejos, retrocediendo de espaldas y colocándose en el marco de la puerta como una estatua, dejando que él la contemplara, inmóvil, sin poder acercarse, sin atreverse a acercarse. Casi aterrado, fascinado.

La joven se quedó parada entre la puerta y la habitación en penumbra, dejando que la luz del pasillo proyectara su sombra bajo sus pies, una sombra alargada que llegaba hasta él, que casi lo cubría, que casi lo devoraba, una sombra vil y feroz.

Sin apartar de él los ojos, dejó escapar una risita, y con una mirada lasciva, acercándose lentamente, cantó: “¿Quién teme al Lobo Feroz? Al Lobo… al Lobo…” .

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