¿Quién va a poner orden en Oaxaca?
¿Qué seguridad pueden tener los demás ciudadanos de Oaxaca de que una pandilla de salteadores no vaya a perpetrar actos de pillaje en sus viviendas? ¿Quién va a proteger y a amparar a los oaxaqueños?
Las imágenes de las turbas de la CNTE destrozando y saqueando las oficinas del PRI (¡del PRI!) en Oaxaca son absolutamente inaceptables en un país de leyes e instituciones. A no ser que, por más que pretendamos que aquí existe un Estado de derecho, no tengamos en realidad garantías ni seguridades jurídicas.
Las cámaras de las televisiones estaban ahí, en el lugar de los hechos. ¿Y las fuerzas del orden? Muy bien, gracias; ni se aparecieron. Pero entonces ¿qué seguridad pueden tener los demás ciudadanos de Oaxaca de que una pandilla de salteadores no vaya a perpetrar actos de pillaje en sus viviendas? ¿Quién va a proteger y a amparar a los oaxaqueños?
Esta blandenguería —o mejor dicho, esta pasmosa inacción— es muy sospechosa. Por lo visto, el Gobierno de ese estado de nuestra Federación ha otorgado una patente de corso a los sediciosos para que se sirvan con la cuchara grande y que realicen depredaciones cuando les venga en gana. En este sentido, la declaración de uno de los funcionarios de seguridad del estado de que “no se utilizará la fuerza pública de manera desmesurada” es de antología. ¿Y cómo diablos podemos calificar la actuación de los vándalos, señor mío, si no de excedida, desmedida y descomunalmente inmoderada? Esa tal mesura de la policía, ¿es una condición permanente que la obliga a no actuar en ninguna circunstancia y a no reconocer las condiciones en las que su participación no sólo es urgente y necesaria, sino obligatoria? Pues, de plano, que comience la guerra civil en Oaxaca y que los destructores sean quienes manden en la entidad; que no haya ley ni orden; y que manden los más salvajes y los más bárbaros, como en aquellas oscuras épocas en que la humanidad no se había civilizado todavía.
Estos sucesos, tercamente recurrentes en México, exhiben tal vez el rasgo más irritante y enojoso de nuestro país. Estamos hablando aquí de conductas de una criminal imbecilidad que despojan de cualquier legitimidad a las autoridades siendo que, en cualquier sociedad mínimamente ordenada, los ciudadanos les confían a sus gobiernos la tarea de preservar la seguridad pública y de castigar a quienes cometen contravenciones. En este sentido, el ejemplo que está dando el Gobierno de Oaxaca es simplemente calamitoso para la nación entera. Estamos hablando de una total subversión de los valores de la moral pública que, para mayor escarnio, la propulsa el poder mismo al concederle la preeminencia a los brutos.
Nada justifica la inacción de las autoridades. Eso sí, sospechamos que el gobernador perredista y los suyos, habiendo celebrado en algún momento pactos con los revoltosos, han decidido cederles la plaza. Mandan, pues, las minorías.
Pero, hay más: los destrozos y los pillajes exhiben muy palmariamente la realidad de un país bárbaro y, sin embargo, el mayor crimen que han perpetrado los “maestros” (¡son enseñantes, madre mía, encargados de trasmitir conocimientos y valores a los alumnos!) es dejar en el abandono educativo a millones de niños mexicanos. Este hecho, en sí mismo, es una auténtica traición a la patria —un crimen imperdonable, ahí sí— y debería de merecer las más draconianas sanciones. Pero, justamente, la indiferencia general de las autoridades ante una violación tan descomunal nos habla de la catadura moral de este país y nos explica, de paso, por qué una turba de agitadores puede destrozar a su antojo la sede de un partido político sin que la fuerza pública se aparezca siquiera por el lugar. La descomposición de los valores colectivos es evidente en la circunstancia de que los derechos de los pequeños estudiantes de México pueden ser pisoteados insolentemente por una organización corporativista.
¿Qué intereses cuentan más, en este país? La respuesta ya la tenemos: en algunos territorios, por lo pronto, se perpetra públicamente la vileza de sacrificar el futuro de los niños de la nación para contentar a una organización de modos mafiosos. Un país que traiciona a sus niños es un país condenado, diría yo. A ver si se enteran, las autoridades de Oaxaca, un estado tan hermoso como maltratado.