Recuerdos escritos

Me gusta pensar que uno llega a las lecturas en el momento exacto.

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A Mario y Alfonso

Hay lecturas que permanecen latentes en nosotros, como pendientes mentales y emocionales que esperan dulcemente por nuestra atención. Hablo de aquellos libros a los que no hemos podido llegar porque quizá no era el momento preciso, o porque desobedecimos cuando en boca de otro fueron mencionados, y de momento creímos que eran ordenanzas obligatorias. 

Me gusta pensar que uno llega a las lecturas en el momento exacto, es decir, hay un libro que nos espera dentro de una semana, dentro de un mes. Estará en nuestras manos y será el foco de nuestra atención; hay que estar convencidos de que el tiempo del encuentro es ideal, porque realmente lo es. 

Es el caso de La llamada de la selva (1903) de Jack London, donde he podido encontrar voces de recuerdos ajenos, en medio de una narración precisa y constante que se ha dividido en tres partes: “La llamada de la selva”, “La fe de los hombres” y “Jees Uck”. La primera de ellas está centrada en Buck, un perro cuyo inicio doméstico da un giro repentino, para terminar como elemento principal en una de las tantas expediciones mineras durante la fiebre de oro en 1898. 

En “La fe de los hombres”, hay un tono trágico hacia las esperanzas amorosas; fallas en la correspondencia, en la inoportunidad de las noticias y en el instinto reaccionario del hombre. Este sentimiento en letras permanece en “Jees Uck”, cuya historia advierte en las primeras líneas que los hombres y las mujeres renuncian siempre a una cosa muy querida en el mundo por otra más querida aún. No importa dónde, no importa cuándo.

Los libros se cierran con gestos faciales, con un vacío repentino o quizá con una sonrisa completa. Hoy, Jack London hizo un eco a la fascinación de mis años infantiles, cuando supe que el mundo podía concebirse a través de los ojos y las manos de los padres de mis padres. En sus llamados, en su fe, en sus instintos. 

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