Reflexiones sobre la pena de muerte

La infamia es lo que ha logrado ya agenciarse nuestro país, más allá de los esfuerzos de las autoridades para aparentar normalidad.

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Un sacerdote de 83 años desfigurado y matado a golpes por unos malnacidos que le querían quitar los dineros de la parroquia; una pequeña de once, violada, quemada y amputada por unos miserables que no sabemos bien a bien qué pretendían. Esto, en Colima, donde un gobernador complaciente intenta, a la manera del torpe alcalde de Acapulco, tapar el sol con un dedo. Pobre estado, antiguo paraíso del bien vivir, administrado ahora catastróficamente. Lejanos tiempos, los del buen Fernando Moreno Peña.

Pero estas historias espantosas son las que escuchamos todas las noches en los informativos de la televisión. Son una especie de parte de bajas tan espeluznante como escandaloso en un país que aspira a ofrecer una mínima imagen de normalidad y que, sin embargo, no puede presentar otra realidad que la del horror cotidiano.

Y ahí está, justamente, Acapulco, catalogada como ciudad tremendamente peligrosa en un registro elaborado por alguna organización no enteramente certificada que, a pesar de esto, logra establecer plenamente sus valoraciones en las redes sociales. No hace falta caer hasta el fondo de la escala de la ignominia para merecer un descrédito automático y eso, la infamia, es lo que ha logrado ya agenciarse nuestro país, más allá de los esfuerzos de las autoridades para aparentar normalidad.

Uno pensaría que unos individuos capaces de perpetrar atrocidades tan escalofriantes no merecerían siquiera el derecho a la vida concedido automáticamente por nuestras leyes. Y no estoy hablando, en este caso, del posible castigo que pudieran recibir los canallas. Me refiero, más bien, a la simple necesidad de eliminar a seres humanos que representan una terrorífica amenaza para el resto de la sociedad y cuya mera existencia significa una suerte de aberración moral.

El problema es que no contamos con un sistema de procuración de justicia capaz de localizarlos de manera eficiente y justa. Imaginen ustedes un aparato judicial con las potestades de aplicar la pena de muerte a los ciudadanos de este país: sería, por las exorbitantes imperfecciones del sistema, una extensión del horror que ya padecemos y, por más que los odiosos crímenes que cometen los criminales debieran merecer castigo y reparación, una ventana abierta a los abusos que comete el propio aparato con las atribuciones que ya le hemos otorgado.

No dejo de anhelar, a pesar de todo, la desaparición pura y simple de los asesinos, los torturadores y los violadores. Es una suerte de fantasía infantil pero hay que reconocer que algunas naciones la han llevado tan lejos como para legalizar la ejecución de los más odiosos criminales. Ahí están Japón y Estados Unidos, para mayores señas, por no mencionar a regímenes poco democráticos como China o Irán.

En este declarado deseo de que los individuos antisociales sean eliminados físicamente, cual si fueran las células de un organismo canceroso, prevalece una reflexión, precisamente, sobre la naturaleza de los delincuentes y, sobre todo, despuntan preguntas terribles acerca de su gestación y sus orígenes: ¿cómo es que esos individuos tan perfectamente capaces de cometer las más espantosas bestialidades se encuentran entre nosotros? ¿De dónde vienen? ¿Qué hemos hecho, como sociedad, para crear personas que no sienten piedad alguna, que infligen dolor a los demás con total indiferencia y que ejercen la más descarnada crueldad, digamos, contra una niña indefensa, un anciano religioso o una mujer trabajadora?

La simple idea de preservar la seguridad de los ciudadanos desamparados en una sociedad amenazada por los bárbaros debiera merecer las medidas más drásticas. Entre ellas, la pena de muerte, pero no como una suerte de castigo supremo, como algunos piensan, sino meramente como un mecanismo de limpieza social o, en todo caso, de defensa. Sin embargo, no se puede acometer este trabajo de eliminación con los instrumentos de nuestro aparto judicial. Y es que tampoco hemos logrado trasmitir y consolidar, como sociedad, los valores morales; nos hemos desentendido igualmente de la educación de los mexicanos…

Los resultados saltan a la vista: el horror se ha instalado en la cotidianidad de este país. Desafortunadamente, tomará mucho tiempo deshacernos de los antisociales. Las atrocidades seguirán. Cada día. Y mientras tanto, a falta de medidas eficaces y acciones concretas, ciertos gobernantes seguirán queriendo tapar el sol con un dedo.

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