Regalando sonrisas

Los “Doctores del humor” visitaron al albergue San Vicente donde llevaron música, globoflexia, abrazos, manicure y peinado para los ancianos.

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Un maestro nunca sabe lo que deja en sus alumnos. Algunos compañeros que estudiaron teatro conmigo suelen decirme que he triunfado, yo respondo con una sonrisa incómoda:  Regocijarse en el “triunfo” le sirve al ego, no al teatro. 

Hace unos días Mary y Aída, actrices con las que inicié en el teatro, me invitaron a acompañarlas al grupo “Doctores del humor” en su visita al albergue San Vicente. 

Ellas ya no hacen teatro profesional, pero junto a 20 personas más, se maquillaron en la banqueta y regalaron una función espléndida. 

A primera vista los pasillos del albergue son demoledores: cuerpos enjutos, contraídos, aletargados en sillas de ruedas. Pero la irrupción de los doctores del humor transformó el lugar: música, globoflexia, tránsitos en sillas de ruedas, abrazos, manicure y peinado para los ancianos que compartían alegremente. 

Este movimiento creado por Jorge Torres -avecindado en Mérida hace 10 años- inicia su labor en el D.F. visitando hospitales, albergues y asilos para llevar sonrisas y distraer  a la gente del dolor o el abandono. 

No cobran, pero ganan un montón; pretenden dar terapia de alegría, pero son ellos los que la reciben con las sonrisas devueltas y el cariño de quien los espera un sábado del mes. Jorge dice: “No regalamos medicina, ropa o comida, regalamos sonrisas, abrazos, felicidad”. En un mundo caótico y egoísta, ¿es posible regalar algo mejor? 
Estos doctores toman su labor en serio y al terminar describen momentos especiales que les permiten retomar su día lejos de la tremenda carga energética recién vivida.

Interesados contactar a: [email protected]. Los requisitos son: compromiso, mayoría de edad y disponibilidad de sonreír los sábados. 

Para mí fue una gran experiencia, aunque salí con dolor de cabeza por aguantarme el llanto ante tal gesto de generosidad frente a cuerpos marcados por la vida y con tanta necesidad de compañía. 

Cuando mis excompañeras empezaron a maquillar su rostro, fue inevitable recordar las clases de teatro, las sesiones donde nos enseñaron a maquillarnos como payasos. 

Hoy sé que, si el maestro logró dejar una semilla de bondad en su alumno, ha logrado empujar un poco el engranaje universal que cambia el mundo. 

Mary, Aida, los doctores del humor, sí han triunfado. Sus viajes son más importantes que los míos, pues están ligados a la generosidad y a poner sus brazos en los que la soledad o la enfermedad insisten en llenar de frío. 

Las palabras del maestro hacen eco en mi corazón: “El teatro no es importante porque no cambia al mundo, pero es sagrado, porque nos cambia a nosotros”.

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