No, no fue el Estado

El posible pecado del ex presidente Calderón fue no depurar nuestro corrompido sistema de justicia.

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La semana pasada, titulé esta columna con la pregunta ¿dónde estaban todos ustedes? Era un encabezado calculadamente provocador que pretendía confrontarnos con el hecho de que este país ha vivido, durante años enteros ya, la escalofriante realidad del horror sin que esta circunstancia, inaceptable en cualquier nación civilizada, nos haya movido, como ahora, a manifestarnos airadamente en las calles y a pedir la renuncia del presidente de la República. Hice referencia, concretamente, a las atrocidades perpetradas por Los Zetas en la localidad de Allende, en Coahuila, que no fueron casi consignadas por la prensa y que no despertaron tampoco la ira popular. Hablé también de las monstruosas masacres de San Fernando.

Algunos lectores se apresuraron a cuestionarme: ¿dónde estabas tú? Pues, les respondo: yo me hallaba donde se encontraba toda la gente, a saber, en ese estado de desconocimiento que compartimos tantos ciudadanos. Pero mi enojo —y, sobre todo, mi sentimiento de espanto— se remonta a tiempos anteriores, aquellos en que muchos vecinos de Ciudad de México salimos a las calles, el 26 de junio de 2004, para protestar por la inseguridad que se vivía en el país. 

Muchos mexicanos del interior de la República acudieron también, vestidos de blanco, a la gran manifestación. López Obrador, que gobernaba la capital, se lo tomó muy mal y nos acusó, a los 250 mil ciudadanos que participamos en la marcha de protesta, de tener algo así como una agenda oculta, de estar movidos por los intereses de la política y, por si fuera poco, de pertenecer a una clase social de privilegiados que defendía meramente sus intereses. 

Y, para rematar la faena, mandó publicar, con los dineros del erario, una historieta donde nos ridiculizaba haciéndonos aparecer como un hato de bobos frívolos que hubieran aprovechado la ocasión para exhibir su ropa y sus accesorios de marca.

Es muy curiosa esta reacción de un hombre público que, enfrentado a la innegable inconformidad de sus gobernados, la descalifica atribuyéndola al antagonismo de sus adversarios políticos, la deslegitima porque la supone ajena a sus clientelas naturales y la desconoce olímpicamente porque piensa que está enteramente dirigida contra su augusta persona, como si los problemas no fueran reales y, sobre todo, como si los ciudadanos no tuvieran inquietudes propias ni fueran soberanos. Pero, en fin, el hombre tiene sus seguidores, muy encendidos, que no sólo lo defienden a capa y espada sino que arremeten fieramente contra quienes lo criticamos.

Si algo no tenía aquel movimiento, saludablemente espontáneo, era un trasfondo político: no era corporativista ni clientelar ni partidista sino que ocurrió, miren ustedes, por nuestro simple hartazgo de mexicanos amenazados por los criminales. Debíamos levantar la voz para denunciar nuestro estado de inaceptable indefensión.

Pues bien, la inseguridad sigue: hay secuestros y asesinatos, extorsiones y amenazas, desapariciones y fosas repletas de cadáveres. En algún momento, el anterior presidente de la República tomó la decisión de enfrentar abiertamente a las organizaciones criminales. Por este mero hecho, alguna gente comenzó a hablar de los “muertos de Calderón” como si él hubiera matado a las víctimas. En este sentido, hay que decir que llevamos ya algún tiempo errando en el blanco de nuestras recriminaciones. Quienes asesinan y quienes secuestran y quienes rocían de gasolina los cadáveres para que no quede rastro son los canallas, señoras y señores, esos desalmados sicarios que no se tientan siquiera el corazón cuando le arrancan un ojo a un agente de la Policía Federal o cuando queman vivo a un agricultor que no pagó su cuota a los extorsionadores. 

El posible pecado del ex presidente fue no depurar nuestro corrompido sistema de justicia, condición ineluctable para pretender siquiera comenzar con la otra tarea, la de acabar con los malnacidos: sin justicia no habrá nunca seguridad. Y de la economía ni hablamos.

Hoy, vuelven las protestas y las grandes manifestaciones. Pero, muchos de los inconformes exigen cosas punto menos que imposibles. No hay manera de revivir a esos jóvenes que, según todas las evidencias, fueron asesinados y quemados en una pira infernal. Tampoco es cierto eso de que “fue el Estado”: el Gobierno ya detuvo a los presuntos culpables. Y los sucesos de Ayotzinapa, así de espantosos como son, no resultan de una política oficial de exterminio ni nada parecido; no son parte de una estrategia de represión contra opositores, como sí ocurre en los regímenes totalitarios; no los perpetró el grupo político del presidente de la República sino un alcalde del partido que más se le opone; no se han ocultado sino, al contrario, se denuncian en una prensa combativa y libre que, por si fuera poco, ha publicado, a sus anchas y sin censura alguna, un comprometedor reportaje sobre la casa de la esposa del presidente.

Toda causa justa, diría yo, debe tener exigencias justas, aparte de honradas y razonables. Eso, por lo pronto. Luego hablamos de dónde estábamos cuando aceptamos lo inaceptable.

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