¿Sabemos cómo es Pemex?
Ya basta de vernos la cara de tontos, por favor.
El asunto de la reforma energética, en este país, se reduce prácticamente a un solo tema: Pemex. Y los mexicanos tenemos ya implantada cierta idea de lo que significa la gran corporación paraestatal. Para empezar, nos han machacado, desde pequeños, que la expropiación petrolera es una gran gesta nacional.
El 18 de marzo, en consecuencia, es una efeméride irreversible, tan obligatoria como ese otro aniversario, el de la Revolución Mexicana, que retorna cada año al calendario aderezado de fieras retóricas.
Quienquiera que hable de “privatización” tendría que afrontar, por lo pronto, la colosal empresa de reprogramar una fecha cardinal en el almanaque de los grandes festejos cívicos, algo que no resulta tan evidente.
Pero, ¿qué tan enterados estamos de las cosas, más allá de que el “sistema”, a punta de propagandas, discursos, calculadas demagogias y deliberados sentimentalismos, nos haya lavado nuestros cerebritos y adormecido nuestras conciencias?
Cualquier posible revisión de la historia patria coloca a la gran mayoría de los próceres en un territorio de muy dudosas calificaciones. Golpistas, los unos, traidores, los otros, violentos y sanguinarios, los de más allá, conforman ciertamente una muy equilibrada galería de las debilidades humanas aunque la glorificación oficial los haya sacralizado. Lo que pasa es que la nación necesita de esta divinidad para consolidar los valores que le dan cohesión y para conformar una leyenda tan necesaria como provechosa. Todas las sociedades humanas se alimentan de mitos.
Lo del petróleo, sin embargo, es una historia moderna escrita de manera muy deliberada por autores directamente interesados. En su momento, la recuperación de un recurso estratégico administrado por empresas extranjeras significó un jubiloso y valiente ejercicio de soberanía. Otros países productores, que no han nacionalizado jamás su industria energética, no lo tienen tan claro pero reconozcamos, en el caso de México, que la expropiación petrolera pretendía ser beneficiosa para los mexicanos y que nadie imaginó, en su momento, que la gran empresa nacional iba a ser un botín de grupos, empresarios coludidos con las autoridades y, sobre todo, que iba a servir de caja chica a un Gobierno comodón, incapaz de cobrar impuestos y de apañárselas, como cualquier hijo de vecino, para cuadrar las cuentas sin el dinero fácil del petróleo.
Lázaro Cárdenas deseaba que Pemex fuera un motor del desarrollo nacional en abierta alianza con los empresarios mexicanos. Resultó, con el tiempo, que ese propósito primigenio se fue diluyendo en un mar de intereses tan espurios como particulares.
Eso sí, la retórica estuvo siempre ahí, a la mano, para justificar engañosas modificaciones constitucionales que habrían de servir, miren ustedes, para acotar la participación abierta de todos los posibles aspirantes y reducirla a un círculo de amiguetes.
¿Quién transporta los combustibles y cómo logró los contratos? ¿Quiénes pueden aspirar a obtener una plaza en la empresa? ¿Cómo se reparten las licencias para realizar trabajos y obras de infraestructura?
¿Por qué es necesario subsidiar las gasolinas en un país productor de petróleo y por qué, a pesar de la estratosférica suma de recursos públicos (dinero que sale de nuestros bolsillos, no lo olvidemos) que se destinan a esas asistencias, el litro de combustible cuesta lo mismo en Estados Unidos (Mexicanos) que en Estados Unidos (de América) donde, encima, las compañías petroleras son privadas y el pueblo soberano, más próspero y con mayores niveles de bienestar que el de aquí, se acomoda perfectamente a esta realidad? ¿Por qué los pasivos laborales de la empresa son tan gigantescos? ¿Por qué no tiene la capacidad de invertir ni de refinar combustibles?
Pemex es de “todos los mexicanos”, dicen por ahí. Ya basta de vernos la cara de tontos, por favor.