Ser mujer no me impide escribir

Alejandra Pizarnik se quitó la vida tras evadirse de la clínica en la que era atendida por una depresión severa.

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El 25 de septiembre de 1972,  en su Buenos Aires natal, con apenas 36 años y después de dos intentos anteriores, Alejandra Pizarnik se quitó la vida tras evadirse de la clínica en la que era atendida por una depresión severa, tormento que la aquejó desde muy joven alternado con períodos de gran actividad y generosa producción literaria.

He aquí, casi como un designio, el encuentro de la lucidez con la antigua melancolía, de la que antes se ocupaban sobre todo las artes y hoy es diseccionada por la clínica y la farmacología. 

Más allá de su muerte -hecha leyenda por los que se inclinan a ver en ella una tragedia heroica- la revelación y el conocimiento de  su obra se extiende.  

Se cristalizó así una de aquellas frases que le dan un sentimiento definitivo a su poesía: “La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante.” Formas de decir nuevas, una profundidad por momentos inasible que desde la identidad femenina resultan apabullantes: “Recuerdo mi niñez /  cuando yo era una anciana /  Las flores morían en mis manos /  porque la danza salvaje de la alegría /  les destruía el corazón. /  Recuerdo las negras mañanas de sol /  cuando era niña /  es decir ayer /  es decir hace siglos”.

Se inscribe en la corriente neosurrealista, con influencias del simbolismo y el romanticismo, pero siempre con un timbre único. Leerla es una especie de invocación,  “entre extravíos e iluminaciones”. Fue cercana a Julio Cortázar y en su estancia en París conoció a Octavio Paz, cuya mirada lúcida percibió de inmediato a la escritora fuera de lo común, lo que le valió que el futuro Nobel escribiera en 1962 el prólogo de Árbol de Diana, que junto con Los trabajos y las noches y Extracción de la piedra de la locura, publicados en 1965 y 1968, representan la consagración de su voz personalísima.

Influenciada primero por Antonio Porchia, algunos críticos creen escuchar en su palabra resonancias de Isidore Ducasse, autor, bajo el pseudónimo de Conde de Lautréamont, de los Cantos de Maldoror, así como afinidades con André Bretón, quien convocaba a la lucidez.

No obstante la fugacidad casi de relámpago de su vida, su obra es prolija, contrastante y de una originalidad que la convierte en un isla poética  que se dice es  irrepetible y no tiene seguidores. Es ella misma: “Yo considero que el verdadero lenguaje surge de una misma, del mismo ser, sin rebuscamientos…”.

Hija de inmigrantes judíos de Rusia y Eslovaquia, su familia fue aniquilada por nazis y estalinistas, lo que la alejó de la política como el agua y el aceite. Paradójicamente, fue ante todo una rebelde que encontró su propia voz sobreponiéndose al ruido del mundo: 

“Aunque ser mujer no me impide escribir, creo que vale la pena partir de una lucidez exasperada. De este modo, afirmo que haber nacido mujer es una desgracia, como lo es ser judío, ser pobre, ser negro, ser homosexual, ser poeta, ser argentino, etc. Claro es que lo importante es aquello que hacemos con nuestras desgracias”.

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