Sobre la maldad literaria

Para mi mala fortuna, la obsesión y la literatura poco hicieron por contribuir a mi sano juicio.

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Qué oscuros resortes son necesarios para inclinar la mente humana hacia la maldad? Es algo que me he preguntado muchas veces, ya que, a pesar del avance de las ciencias y de las falsas quimeras ofrecidas por las pseudociencias y la religión, ninguna respuesta concluyente ha sido arrojada aún.

Sin embargo, no fue sino hasta esa noche que mis razonamientos infructuosos me llevaron al umbral de un posible catalizador: la locura racionalista.

Y es que tal vez la respuesta a los anteriores cuestionamientos no pueda encontrarse mediante el método científico e interpretarse a través de resultados meramente cuantitativos y cualitativos, sino que posiblemente deba buscarse y ser explorada a través de otras alternativas que, si bien ambiguas en su abstracción, a la postre resultan ser no menos ciertas a la hora de dejar entrever los misterios de la mente del ser humano. Tal es el caso de la literatura.

Por ello, el mal en todas sus manifestaciones ha sido motivo de novelas que exploran dicha temática; unas, ubicando al hombre en situaciones verosímiles y, al mismo tiempo, aisladas geográficamente. Otras, diseccionando la psique y sus reacciones ante situaciones extremas, agregan elementos fisiológicos y psicológicos, como lo pueden ser el hambre y la soledad latentes en todo momento. Sin afán de ser simplista, pensé que todo podría reducirse a contraponer y contrastar lo apolíneo con lo dionisiaco.

En dichas reflexiones me encontraba sumergido en los últimos días pero… para mi mala fortuna, la obsesión y la literatura poco hicieron por contribuir a mi sano juicio, que se encontraba excitado hasta el colmo del paroxismo por tales pensamientos que parecían enredarme cada vez más.

Los días pasaron y pronto olvidé el tema, el tedio de lo cotidiano constituyó un firme asidero para mi imaginación desbocada y, justo cuando creí que me había librado de aquella pesadilla recurrente en la que miles de ojos me miraban por entre unos intrincados manglares cubiertos por la más absoluta penumbra, sucedió lo siguiente:

En la madrugada, súbitamente desperté. Incorporado sobre mi hamaca, aún con las ondas alfa reverberando en mi cerebro, escuché un latido ominoso avenido desde la selva primigenia: tam, tam, tam. Al principio, lo atribuí a un delirio provocado por el calor insano. Pero pronto, al mirar por la ventana, justo cuando los primeros rayos del alba resquebrajaban la oscuridad, un grito proveniente desde el corazón de las tinieblas me lo reveló todo en un instante: ¡Ah, el horror! ¡El horror...!

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