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El catastrofismo es una de las más rentables prácticas de la actividad periodística. Dicho de otra manera, las buenas noticias no son noticias.

Vivimos, además, momentos de un obligatorio pesimismo —no hay manera de reconocer nada bueno en el entorno de lo cotidiano porque, como me escriben furiosos lectores, “México está de luto”, “el país se está cayendo a pedazos”, “todos somos Ayotzinapa”, etcétera— dictado, justamente, por quienes han decidido fijar el comienzo de la barbarie nacional en los sucesos de Iguala siendo que este país había vivido ya las estremecedoras atrocidades de San Fernando, Tamaulipas y Allende, Coahuila, sin que a nadie pareciera importarle demasiado (algo que no me cansaré de repetir porque siempre me parecerá absolutamente escandaloso que se perpetren masacres de emigrantes, y de mujeres y niños, en una nación que pretende ser civilizada).

Pero la evidencia del otro México está ahí también: en Yucatán no hubo un solo secuestro de 2011 a 2013 y el estado de Aguascalientes, aparte de tranquilo y seguro, tiene unas envidiables tasas de crecimiento económico, por no hablar del comportamiento civilizado de sus ciudadanos o de la limpieza de sus ciudades.

Quienes habitamos lugares así no compartimos la visión tremendista de quienes afrontan la violencia y el desorden en otras entidades; es más, el mismo hecho de constatar a diario estas bondades nos imbuye un sólido sentimiento de esperanza sobre el futuro de un país que, a pesar de todos los pesares, está cambiando para bien. Y así, espero con impaciencia el día en que podamos decir, qué mejor, “todos somos Aguascalientes”.

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