Tenemos mucho que perder

Si las autoridades de cierta localidad se lavan las manos, consienten la impunidad de los delincuentes o, peor aún, se asocian con ellos, entonces es mucho más probable que las cosas se descompongan.

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Si México fuera puro desorden, entonces nadie vendría a construir aquí plantas como la fabulosa armadora de Nissan en Aguascalientes (vayan ustedes y vean las dimensiones del proyecto, junto con el Parque Industrial de Logística Automotriz adyacente donde se están instalando las empresas que le van a suministrar piezas a la corporación japonesa). 

No habría industria aeroespacial en Querétaro ni Guadalajara sería un importante polo de desarrollo de la electrónica. No se fabricarían millones de pantallas planas en Tijuana ni se exportarían teléfonos inteligentes ensamblados en Ciudad Juárez. 

La propia capital de la República no captaría las más grandes inversiones inmobiliarias en Latinoamérica. No existiría tampoco un sector agropecuario tremendamente exitoso que envía toneladas y toneladas de espárragos, café, carne de cerdo, tomate y chocolate al exterior, entre tantos otros productos del campo mexicano.

Dicho en otras palabras, tenemos mucho que perder. Lo logros de este país no son nada menores, a pesar de que el pesimismo sea también uno nuestros principales productos de exportación (y, vistos lo ánimos nacionales, casi la mercancía más consumida en el mercado local). 

Pero, justamente ¿por qué no comenzar a arreglar la casa de una buena vez? Porque, por ejemplo, a unos pasos de ese llamado “corredor Reforma” donde se construyen imponentes rascacielos ha acampado un hato de presuntos profesores no dedicados a la enseñanza de los niños de México sino a estar ahí, de tiempo completo, aposentados en una plaza pública que, por si fuera poco, fue enteramente restaurada por el Gobierno municipal para celebrar el bicentenario de nuestra nación; un hermoso espacio que se había convertido en unos de los puntos de mayor atractivo turístico de la capital y que, en estos momentos, afeado y expropiado a los ciudadanos, es una suerte de zona de desastre donde quiebran los negocios y se pierden empleos.

Y, hablando de ese México que se moderniza y que se ha convertido en una auténtica potencia industrial ¿cómo es que Lázaro Cárdenas, uno de los cuatro puertos marítimos más importantes del país, llegó a estar completamente sojuzgado por una organización criminal?

Los ciudadanos, durante años enteros, estuvieron viviendo un verdadero infierno de extorsiones, amenazas, secuestros, robos y quebrantos sin respuesta alguna de las autoridades. O sea, que desapareció el Estado y se impuso la ley de las organizaciones criminales.

Y esto, en una República con instituciones establecidas. ¿Por qué se dejó que se pudriera la situación en un lugar estratégico y por qué, ahora mismo, Michoacán está en las antípodas de ese otro México, el de Aguascalientes o el de Querétaro, donde se puede vivir en paz y donde el crecimiento económico duplica la media nacional?

Ante una circunstancia tan absolutamente escandalosa, ¿debemos poner, todos los demás, nuestras barbas a remojar? Y lo digo por lo siguiente: el delincuente opera donde hay un mercado. Imaginemos, por un momento, que Lázaro Cárdenas se vacía: todos sus habitantes, aterrorizados, deciden abandonar el lugar y emigran hacia otros puntos del país. No habría entonces ya nada que hacer ahí, para nadie. 

¿Adónde irían entonces los Caballeros Templarios o los supervivientes de la tal Familia Michoacana? Muy simple: a cualquier otro rincón de la geografía nacional donde se puedan hacer negocios ilegales. Y es ahí, fantaseando con esta perspectiva, donde nos salta a la vista la dura realidad de un país fracturado en el que coexisten dos escenarios diametralmente opuestos: el maestro haragán que aprovecha los lucros del corporativismo mafioso consentido, y promovido, en una entidad atrasada no tiene nada que ver con el que, en esos mismos pagos, desempeña noblemente su cargo en circunstancias de inaceptable precariedad. 

Pero, el hecho mismo de que tenga a su alcance la opción de no trabajar y de estar amparado por las propias instituciones educativas dificulta enormemente la tarea de exigirle cumplimientos. 

De la misma manera, si las autoridades de cierta localidad se lavan las manos, consienten la impunidad de los delincuentes o, peor aún, se asocian con ellos, entonces es mucho más probable que las cosas se descompongan. Fue lo que ocurrió en Lázaro Cárdenas. 

Y esto, no en un día sino a lo largo de varios años. Justamente, aquí tenemos, creo yo, una respuesta al problema: la ley hay que aplicarla en todos lados; en la plaza de la República y en las calles de Apatzingán; en Acapulco y en Oaxaca. De otra manera, te despiertas un día y resulta que ya no hay Estado. A ver si lo entienden algunos de nuestros gobernantes. Ojalá, porque, lo repito, tenemos mucho que perder…  

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