Terror a la mexicana
¿Cómo es que un país democrático, que aspira a la modernidad y que tiene instituciones razonablemente sólidas, puede permitir tal falta de control y consentir el desamparo de unos ciudadanos que son atracados por las mafias criminales?
Comarcas enteras de este país sojuzgadas por bandas de criminales que mantienen a la población en un estado de absoluto terror. ¿Cómo es posible que tenga lugar una situación tan aberrante, aparte de inaceptable? Pero, ¿qué pasa ahí, qué ocurre en esos territorios? ¿Nadie ve nada? ¿Nadie dice nada? O, preguntémonos, más bien: ¿nadie se atreve a decir nada porque la gente sabe que las autoridades y los criminales van de la mano?
El proceso civilizatorio comenzó cuando los humanos establecieron reglas para neutralizar a los individuos peligrosos y, sobre todo, cuando se organizaron para crear una estructura, el Estado, que debía tener el monopolio absoluto de la violencia.
Es decir, la brutalidad dejó de ser un instrumento al alcance de personas particulares y la fuerza física sólo se pudo utilizar de una manera obligadamente legítima, con el aval de las leyes.
Es cierto que ha habido Estados que abusaron en el uso de la potencia bruta: lo legal no siempre es lo justo y sobran ejemplos de sistemas políticos que han oprimido vilmente a sus ciudadanos y de países que han llevado a cabo feroces invasiones.
El régimen de Adolf Hitler, para mayores señas, utilizó todos los instrumentos del Estado para aniquilar a millones de personas inocentes mientras que la Unión Soviética, a pesar de que fue un protagonista decisivo en la lucha contra el nazismo, vivió décadas interminables bajo el yugo de un dictador tan sanguinario como despótico.
En el apartado de los genocidios y exterminios, Iósif Vissariónovich Stalin se lleva tal vez el primer lugar de la historia de la humanidad (aunque hay actualmente revisiones, a la baja, de unas cifras que hubieran alcanzado los 40 millones de muertos, incluyendo los de las hambrunas y aquellos que fueron deportados a los campos de trabajo, y que no serían menores, en todo caso, a las que se atribuyen a Hitler).
No debiera, sin embargo, cuestionarse el referido monopolio de la violencia porque no todos los Estados han perpetrado tales crímenes, ni mucho menos.
Por el contrario, el advenimiento de la democracia liberal y la preeminencia de los principios de la sociedad abierta han impulsado la instauración de sistemas políticos que garantizan, de manera creciente, los derechos individuales y la justicia social.
Muy bien, pero, volviendo al tema de México: ¿cómo es que un país democrático, que aspira a la modernidad y que tiene instituciones razonablemente sólidas, puede permitir tan escandalosa falta de control y, peor aún, consentir el desamparo de unos ciudadanos que —sin poder siquiera solicitar la ayuda de unas autoridades que, por mandato constitucional, deben brindar seguridad y protección— son vejados, atracados, extorsionados y despojados por las mafias criminales? La pregunta, junto con otras reflexiones sobre la situación que han vivido nuestros compatriotas en Tierra Caliente, en Allende (Coahuila) y en el estado de Tamaulipas, por no hablar de Morelos y ciertos municipios del estado de México, me viene a la mente luego de leer la entrevista —otro más de sus estupendos trabajos en la zona más turbulenta del territorio nacional, publicado anteayer en este diario— que Juan Pablo Becerra Acosta le hizo a uno de los regidores de Apatzingán, luego de que fuera detenido el alcalde de dicha localidad.
El mero comienzo del texto es ya muy inquietante: “Se reúnen ante la mesa de un restaurante local. Deliberan. Tienen miradas de preocupación. Se vuelven a un lado y a otro para observar los rostros de quienes entran al lugar. Temen que algún operador, algún halcón los delate, informe que están a punto de hablar con periodistas.
Ocho regidores de Apatzingán (de un total de 12) vuelven a lo suyo: buscan decidir qué deben decir y de qué no deben hablar. Una hora después eligen quién saldrá a cuadro a nombre de todos. Optan por José Martín Gómez Ramírez, regidor panista de Industria y Comercio”.
Y el hombre, por más asustado que pueda estar, cuenta su historia mientras los otros “escuchan sus palabras, ellos sí, con ojos desorbitados, con pánico imborrable, con los labios secos”: los 20 mil pesos, exigidos por el propio presidente municipal, que debían dar mensualmente a Los caballeros templarios; los cuerpos decapitados aparecidos en calles y plazas del poblado; la persona a la que obligaban a sentarse en una silla, frente al monumento a Lázaro Cárdenas, para atravesarle el pecho con una espada… Terror puro y duro, fomentado por Uriel Chávez, el propio alcalde, detenido ahora por las autoridades. Pero el miedo sigue, porque los matones y los sicarios andan todavía por ahí, y buscan venganza. Así viven, algunos mexicanos, en este 2014...