Tiempo de canallas
Los llamados empresariales a la represión deben tomarse con reserva. La mano firme a la que convocan puede ser el error más grave, como también ocurrió en 1994 cuando se optó por la respuesta militar.
Las coincidencias existen, en política y en todo, pero eso no impide considerar lo que sucede después de un proceso de cambios. En 1994, el día de entrada en vigor del TLCAN, momento culminante del reformismo salinista, en el extremo más pobre del país iniciaba una rebelión indígena liderada por un criollo con el respaldo de la Iglesia católica. Meses después ocurriría el asesinato del candidato a la Presidencia perfilado a ganar la elección. Pasado los comicios, también es asesinado el líder de la mayoría en la Cámara y futuro secretario de Gobernación. El país transitó en paz, pero la economía y su modelo de despegue colapsaron.
La situación ahora es distinta, pero semejante. En septiembre pasado el país asombraba al mundo con la conclusión de un bloque de reformas concertadas por la oposición y el gobierno del presidente Peña. Cambios impensables como abrir el país de los monopolios a la competencia y a la inversión privada en el sector energético. También cobró realidad la reforma educativa a contrapelo del poderoso gremio de los trabajadores de la educación. Otras reformas de corte económico se concretaron, también la político-electoral, que en su contenido y alcance influyeron considerablemente la visión y el interés del PAN. Se afectaron los intereses de quienes se sentían dueños del país y del Estado.
La analogía con 1994 ha sido el surgimiento de un movimiento con potencial desestabilizador asociado a la justa indignación por el asesinato/desaparición de casi medio centenar de estudiantes normalistas rurales. Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, líderes guerrilleros, son figuras simbólicas en este movimiento. La desestabilización viene del magisterio radical en Guerrero, Michoacán y Oaxaca. La protesta popular les ha dado la oportunidad para confrontar a las instituciones y avanzar en su visión sobre el poder y la política.
La situación es diferente porque el país ha avanzado en su democracia. Aunque persisten muchos problemas como la corrupción, la pobreza y una agravada inseguridad por una política global absurda frente al narcotráfico, la lucha se da en las urnas y el avance de la pluralidad plantea un escenario diferente a 1994. Entonces el poder se asociaba a la figura presidencial, al partido dominante y a comicios injustos. Ahora, en Guerrero, el presidente municipal, señalado como jefe criminal pertenecía al PRD. El gobernador, también percibido como deliberadamente complaciente, pertenece al PRD. A los
Abarca se les dejó pasar cuando sus vínculos eran evidentes. No solo eso, la canallada acusa, y quizás tengan razón, que el grupo dominante en el PRD pretendía llevarlo al Congreso y a su esposa a la presidencia municipal.
No es cierto que el país esté convulsionado por el radicalismo magisterial o estudiantil. El problema es local y sus expresiones en el DF no corresponden al movimiento del IPN o universitario. Sus marchas en lo general han sido pacíficas, especialmente las de los politécnicos.
El problema es que las protestas pueden ser infiltradas y los provocadores de oficio aprovechan la circunstancia como sucedió en días pasados en el Zócalo de la ciudad. Aunque la indignación por los hechos es generalizada, el país vive en normalidad.
Los llamados empresariales a la represión deben tomarse con reserva. La mano firme a la que convocan puede ser el error más grave, como también ocurrió en 1994 cuando se optó por la respuesta militar. Lo que los provocadores buscan es precisamente eso. Las fantasías revolucionarias suelen dar lugar a conductas criminales. Allí está el caso de Aburto asesinando a Colosio, conclusión formalizada por quien ahora dirige la CNDH.
En el frente mediático también el presidente Peña Nieto ha sido objeto de un severo golpe con un reportaje de la periodista Carmen Aristegui, quien realizó una cuidadosa planeación para maximizar su impacto en un objetivo propio del activismo político, como lo revela su propia colaboración editorial en Reforma y la anticipada distribución “embargada” de su reportaje entre los corresponsales extranjeros, Proceso y La Jornada, para hacerla reventar justo al momento del viaje del Presidente al oriente, cuando se cerraría la pinza económica con China.
A diferencia de 1994 el Presidente no es todo y el PRI menos. Es posible que en no pocos persista la idea de un país destrozado por la impunidad en todas sus expresiones, la cuestión es que el cambio radical acabaría por destruir logros, avances y el proceso de democratización formal e informal.
El riesgo no está en lo político, sino en la economía. El país sí está en posibilidades de despegue; las cifras del empleo son alentadoras y hay un nuevo escenario para la inversión. Pero la inseguridad y la frágil legalidad afectan, además del deterioro de los precios del petróleo y su efecto en las finanzas públicas y en el modelo de inversión del sector energético. En tiempo de canallas es necesario pensar más que en conspiraciones en lo que hay de por medio y lo que debe hacerse para superar la adversidad.