¿Tienes soberbia o eres humilde?

La humildad no es la condición de apocamiento, sino la ausencia de egocentrismo, pretensión y soberbia.

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Tal vez esa altivez que tienes, esa presunción de tu ánimo, ese tu apetito desordenado al querer ser preferido por todos te está generado malestar en tu vida.

¿Tienes menosprecio por los demás? ¿Te sientes magnificente, y en tu habla y acciones usas la suntuosidad? ¿Eres altivo, arrogante y te sientes por encima de tu prójimo?  ¿En tus acciones te muestras grandioso, magnífico, fogoso, orgulloso y violento? Si tu respuesta en alguna de las cuestiones anteriores es positiva es que tienes el gran pecado de la ¡soberbia!

Y que bueno es entender que lo contrario a la soberbia es la humildad. La humildad no es la condición de apocamiento, sino la ausencia de egocentrismo, pretensión y soberbia. Se dice fácil, pero en realidad es muy difícil. Es la entrega generosa, no como condición de dar mucho, sino darse en todo. Es dar lo que somos y no lo que tenemos, sin pensar en la recompensa material en la tierra, sino algo más duradero en el cielo.

Dice Alejandro Prozato en su libro: 'La provocación de Dios': La humildad es diferente a la humillación, que viene de la raíz 'humus' que quiere decir tierra fértil. Es decir que no es una acción, es más bien una actitud. Humildad es realizar en uno mismo esa condición de tierra fértil, capaz de transformar en vida aún los elementos menos favorables, los rechazos, las incomprensiones, las agresiones, la hostilidad, los malos entendidos, los reproches, los chismes y las intrigas.

La humildad es sinónimo de verdad. Es vernos a nosotros mismos tal como somos, sin más ni menos. Es un testimonio de lo que llevamos dentro y que se refleja en la caridad y en el servicio a los demás. Es vernos a nosotros con lo que tenemos y con lo que damos a los demás.

Dice Séneca:'La humildad no está en ser pequeños, ni en sentirnos pequeños, sino en hacernos pequeños' ¡Que cierto es! Y nos hacemos pequeños cuando aceptamos la verdad, no sólo cuando la decimos nosotros, sino cuando la aceptamos de buena gana cuando nos la dicen otros, cuando nos reprochan lo que decimos o lo que hacemos, cuando nos corrigen, cuando actuamos, cuando nos critican e incluso cuando nos humillan.

Cuántas veces aceptamos el halago repetido de cosas que sabemos que no somos, y cuántas veces nos orgullecemos de los aplausos que nos dan sabiendo en nuestro interior que es por causa del trabajo de otros a nuestro alrededor.

Cuando nos llega la soberbia hay que preguntarnos: ¿Más ricos que quién? ¿Más famosos que quién? ¿Más populares que quién? Eso nos dará una pauta de nuestra verdadera insignificancia.

La soberbia no tienen cabida con la humildad. Aquellos que no entienden que su éxito es producto de muchas oportunidades que les llegaron, de mucha gente que los favoreció y de muchos sucesos que nada tuvieron que ver con una preparación o actitud propia. Aquellos que no reconocen que es la mano de Dios, que lo permite todo. Porque a todos ellos algún día se les acaba la fuente de luz, llámese empresa, dinero o poder, y dejan el ser lo que creían que eran.

Hay que tener humildad y no caer en la soberbia. Humildad hasta en  las pequeñas cosas, en cada momento de nuestra vida. Estas acciones van a ser como gotas de agua, que en la vida de un hombre de valor, se transforman en océanos, con fuerza contundente de profundidad, de apertura y de vivir una vida en plenitud.

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