Todos somos Lady Profeco

Un lugar asegurado en un restaurante de postín de la capital de todos los mexicanos es un bien invaluable, ya lo sabemos, pero para quienes no han tomado la provisión de garantizarlo mediante una reserva telefónica el trámite de la espera es obligado

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Hemos vivido semanas de pequeños escándalos. Comidilla de las redes sociales y materia prima inestimable para escribidores de todo pelaje, entre los que me cuento.

Primeramente, esa chica, la hija del señor fiscal defensor de nosotros, los mortales consumidores, que tuvo el incuestionable mérito de trasmutar un muy entendible y justificado berrinche particular en un tema de Estado, por más intrascendente, periférico y baladí que pueda parecer.

¿Quién, por Dios, que haya sobrellevado mansamente los maltratos de los arrogantes empleados de esos locales donde la gente parece matarse para obtener una mesa, quién, repito, no soñaría con poderles aplicar, a los majaderos, la madre de todas las venganzas bajo la forma de una clausura pura y dura?

Es cosa, desde luego, de contar con los medios para consumar el escarmiento y disfrutar luego de la consecuente reparación. Herramientas que, ya lo sabemos, los comunes mortales no tenemos a nuestro alcance precisamente por eso, por ser gente del montón.

Ah, pero cuando estás donde hay que estar y eres quien tienes que ser, entonces todo es más simple y la justicia terrenal se vuelve algo plenamente alcanzable por poco que cojas el teléfono móvil para movilizar a tus pretorianos.

Y así, lo que para nosotros es una fantasía irrealizable, para la descendienta directa del hombre encargado de administrar justicia a los desvalidos compradores de este país no es sino una mera instrucción dada a subalternos (no de ella, sino de su padre) que, por lo que parecía, estaban ahí, bien dispuestos a hacer justicia a la heredera designada.

Entendemos —o, por lo menos, yo lo entiendo— el enfado de la joven mujer. Estamos hablando de esa experiencia tan frustrante como declaradamente humillante de no ser tomado en cuenta en tu condición de consumidor que debiera merecer, de entrada, un trato justo y equitativo.

Un lugar asegurado en un restaurante de postín de la capital de todos los mexicanos es un bien invaluable, ya lo sabemos, pero para quienes no han tomado la provisión de garantizarlo mediante una reserva telefónica el trámite de la espera es obligado.

Y, ahí, la cesión de soberanía individual es absoluta: el posible desenlace afortunado de la empresa depende de los buenos oficios de un capitán de meseros o de una hostess que puede ser una persona amabilísima o una auténtica harpía (el examen de admisión ante los “cadeneros” de los antros y discotecas es mucho más crudo pero los jóvenes, por lo que parece, tienen la piel más dura).

Nuestra aspirante, según dicen, se sentía ya la afortunada dueña de una mesa en la terraza cuando vio que otra gente ocupaba alegremente la tierra prometida.

Alguna protesta debió expresar la mujer pero no fue atendida, como se dice en la buroparla, en “tiempo y forma”. Y es que aquellos, los arrogantes empleados (suponemos que los dueños ni enterados que estaban de los usos de su gente) del que es uno de los mejores restaurantes de Estados Unidos (Mexicanos), según cuenta Ciro, se sentían ya bendecidos a perpetuidad por su condición de administradores de un servicio universalmente codiciado. No le hicieron caso, entonces, pero, miren ustedes, no sabían quién era.

En efecto, resultó que la clienta agraviada no compartía la medianía de un hijo de vecino medianamente dispuesto a someterse a los dictados del destino sino que era una mujer con formidables recursos.

Y es aquí donde se ponen feas las cosas, estimados lectores: ahí donde una persona de a pie se hubiera marchado a la fonda de la esquina, la agraviada utilizó a su antojo el aparato de una institución pública y mandó clausurar el comedero. Hay que imaginar le disposición del jefe de los inspectores: “váyanse a ese lugar y a ver qué encuentran para cerrar el local”. Y, desde luego, siempre hay algo, en este país sojuzgado por una burocracia tan imbécil como persecutoria: de seguro encontraron que faltaba un extintor de incendios en el estacionamiento o un dispositivo de alerta antisísmica en la cocina. Yo entiendo a la clienta inconforme por el maltrato (de ahí el título de esta columna).

Lo que no es aceptable es la desproporcionada respuesta de una maquinaria gubernamental que, con perdón, no está a su servicio personal.

Y, luego de todo esto, el embarazoso episodio del señor Granier, antiguo mandamás en los territorios de Tabasco. Llama la atención, aquí, la materia prima que sirve de prueba al delito muy menor de pavoneo y jactancia: es decir, ¿de qué puedes alardear, de qué se te ocurre presumir y de qué fanfarroneas cuando tienes unas copas encima? ¿De tus conquistas amorosas, de tus logros financieros, de tus méritos académicos, de los poemas que garrapateaste de joven? No, de tu guardarropa. Ah...

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