En una comida, uno de los comensales suelta que a México le hace falta ser gobernado por un dictador. O sea, alguien que ponga orden y que resuelva con mano firme los problemas de este país. Un Díaz Ordaz, vamos, a quien no le tiemble la mano y, encima, encaramado en la silla presidencial gracias a un golpe de Estado.

La primera pregunta que se me ocurre hacerle al convidado es qué perfil debiera tener el posible déspota. Digo, el hombre, por lo pronto, estaría obligado a ser mucho mejor persona que los que ya están ahí, hombres públicos que han sido elegidos democráticamente por los ciudadanos para desempeñar sus funciones. No lo veo tan evidente, que nuestro tirano nos resultara automáticamente un superhombre. Por el contrario, me aterra la mera idea de que un hijo de vecino, como solemos ser todos los humanos cuando nos duchamos por la mañana, se descomponga de su cabecita al tener en sus manos un poder sin límites ni contrapesos.

Y, otra cosa: no necesitamos aquí a un opresor que asesine estudiantes o encarcele a sus críticos, sino simplemente a gobernantes que hagan cumplir las leyes que ya tenemos. Dicho en otras palabras, México no debe ser una dictadura sino tan solo un país normal, como cualquiera de los que son administrados por funcionarios que se saben legítimos.

A los nostálgicos del látigo hay que recordarles que el Estado tiene la facultad perfectamente legal de ejercer la violencia. Y el uso de esta fuerza, cuando se considera necesario, no tiene nada que ver con la brutalidad de los autócratas. Aspiremos, entonces, a que nuestros políticos hagan meramente su trabajo y olvidémonos de los represores cerriles. Pues eso.