Un poquito de autocrítica

Para llorar a un muerto que no es nuestro precisamos de una historia específica que se preste a hacer eco del asunto.

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A mí también me gusta quejarme. Motivos, además, nunca escasean. Cada noche, camino de la casa, despotrico en el carro por esos microbuses que van y vienen con las luces apagadas y decenas de gente a su merced. ¿Qué va a pasar si un día se estrellan dos de frente, por ejemplo? Y sin embargo hasta hoy no pasa nada. Pocas cosas tan simples y encima confortables como alarmarse a solas por lo que podría ser, y un minuto más tarde olvidarse del tema porque a final de cuentas nada ha sucedido y también es probable que nada pase. Vive uno de pronto con las bombas de tiempo en derredor y la conciencia a medio conectar: lo bastante nomás para seguir quejándose.

Ahora bien, cuando hay muertos siempre es posible hallar un culpable instantáneo, empezando por la mismísima víctima. “Ellos se lo buscaron”, opinaba más de uno cada vez que saltaba la cuenta de los muertos del narcotráfico. Se asumía, y son aún legión quienes lo dan por hecho, que decenas de miles de cadáveres eran meros maleantes, y por ello quizás —¡ah, qué descanso!— no muy dignos de alarma. Lo de menos, al fin, era que en buena parte de los casos pagara el pato la familia de malandro, o que éste fuera un infeliz anónimo que llegó allí por hambre y salió de la escena con los pies por delante sin que nadie elevara la voz en su triste memoria. A las buenas conciencias les reconforta que los muertos sean malos, o cuando menos así lo parezcan.

Hay de muertos a muertos, por supuesto. Nadie va a condolerse de saber que en el patio de un equis reclusorio se mataron dos presos a cuchilladas, por más que allá en el fondo se figure que la noticia parece un montaje. ¿Eran presos, verdad? Ellos se lo buscaron, de seguro. Para llorar a un muerto que no es nuestro precisamos de una historia específica que se preste a hacer eco del asunto. ¿O es que alguien tiene tiempo e interés en conocer la historia del jornalero hambreado que cayó entre las redes de los grandes maleantes bajo amenazas inapelables y acabó sepultado con la esposa y los hijos sin haber conocido no digamos riqueza, sino siquiera holgura económica? ¿Creen las buenas conciencias que todo el que trabaja para el narcotráfico es necesariamente acaudalado, igual que cuando piensan en presidiarios imaginan a monstruos intratables?

Hace ya muchos años que sabemos de espantosas masacres, en las que por supuesto no tenemos la mínima responsabilidad. Porque claro, jamás hemos comprado ni probado de aquellas mercancías por las que se entrematan los malvados. No rompemos un plato, y ello ya nos faculta para culpar a todos menos a nosotros por lo que hacen los truhanes invisibles. Arrugamos las napias y nos horrorizamos ante otra situación espeluznante de la cual somos cien por ciento inocentes. Nos basta con saber y recordar que nunca hemos matado a un semejante. Ni lo haríamos, ¿cierto?

No han sido solamente 43 jóvenes e inocentes los muertos por el tema del narcotráfico, ni es nada más el alcalde asesino, el policía corrupto, el narco sanguinario, el izquierdista mustio o el gobernante omiso a quien le queda el saco por tanta y tanta infamia. Pues si fuera posible hacer el censo por cada uno de los infelices que ha sido víctima de toda esta demencia, llegaríamos tan lejos que escasearían al fin los inocentes y seguiría sobrando la hipocresía. Pero he aquí que las buenas conciencias prefieren apuntar hacia otra parte: ahí donde nada ni nadie les salpique.

¿Fue el Estado? No mamen: fuimos todos, y lo seguimos siendo. Vivimos “amparados” por leyes imposibles de cumplir, empezando por ésas cuyo gran impulsor fue el felón Richard Nixon y hasta hoy enriquecen no sólo al traficante, sino también, y muy especialmente, a miles de beneficiarios poderosos e intocables, cuyos cuerpos nunca amanecerán colgados de algún paso de peatones. Habitamos la tierra de la impunidad, tanto así que inclusive quienes con más enjundia protestan contra ella la reclaman a modo de privilegio. Podemos, si queremos, saquear y destrozar comercios y oficinas, pero si acaso tenemos en casa una inocua plantita de mota pagaremos con años de prisión por el atrevimiento. Se nos trata como niños malcriados y consentidos, y así aprendemos a llamarnos inocentes.

Y bien, señores mustios: yo no soy inocente. Con las leyes actuales, que hacen crimen de la autodeterminación y anulan el derecho a disponer del propio cuerpo como a cada uno se le pegue la gana, nadie puede aspirar a la plena inocencia, toda vez que la entera sociedad vive a merced de esta inmensa locura. Nadie puede traer de vuelta a quienes ya descansan bajo tierra, pero aún es posible terminar con el negocio infame del narcotráfico, cancelando de tajo su persecución. ¿Quieren nuestros políticos interrumpir esta ancha matachina? ¿Por qué entonces no paran de persignarse y echarse la pelota unos a otros, y en lugar de ello ponen manos a la obra y echan abajo el business despreciable que no saben ni sabrán combatir?

En dos palabras simples: legalícenla, idiotas.

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