Una lanita

El Programa Nacional de Alimentación identificó miles de millones de pesos dispersos en programas alimentarios variopintos.

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En 1995, se creó el Programa Nacional de Alimentación como uno de los ejes para el combate a la pobreza. Entonces éramos más legos para medirla, las estadísticas no eran tan precisas y un pobre lo era porque –todos nos dábamos cuenta– vivía una situación difícil, no tenía un trabajo permanente, o era mal remunerado, apenas le alcanzaba para malvivir y, a veces, para malcomer; los más amolados eran, como hoy, clasificados como pobres extremos. 
 
Se discutía en el gobierno federal entre dos posiciones encontradas: los que –números menos, números más- pensaban que había menos de cuatro millones de pobres extremos y otros a los que las cuentas daban entre catorce y dieciocho, lo cual era considerado un sacrilegio.
 
Como sea, el Programa identificó miles de millones de pesos dispersos en programas alimentarios variopintos, propuso juntarlos e integrar una estrategia de focalización con el auxilio de expertos mexicanos que tenían los pelos de la burra en la mano y sabían que había que llegar a las comunidades y atender a los más vulnerables en forma directa, continua y con nombre y apellido. 
 
Había que apoyar a los hijos del tío Nicolás que se había adentrado en la tierra de los gringos a trabajar en la pizca y –tal vez– a pizcar alguna güera; y Juanito Pérez, de tres años, tenía que ser “salvado” en forma inaplazable para que llegara a los seis sin daño cerebral por desnutrición. 
 
Así, se pensaba, se salvaba el futuro. En ese esfuerzo tuvo un papel destacado una de nuestras instituciones señeras (y hay muchas), el Instituto Nacional de Nutrición “Salvador Zubirán”. 
 
No prosperó. La otra posición, alérgica a la “intervención” gubernamental, pugnaba por sustituirla por transferencias monetarias a las familias pobres a cambio de ciertos controles de salud y educación. 
 
Esto a pesar del éxito de Pronasol que había trabajado en las comunidades de manera integrada con la participación de la gente. Una generación de nuevos exorcistas trabajaba para desacreditar la intervención gubernamental basada en el trabajo comunitario. Al final ganaron, creándose el “Progresa”, antecesor de “Oportunidades”, basado en transferencias monetarias. 
 
Empezó con 190 pesos por familia, una lanita más fácil de entregar. Hoy nadie pestañea cuando se habla de más de 50 millones de pobres, la mitad extremos. Eso sí, muy bien mediditos. 
 
El diagnóstico tiene paralelismos increíbles pero agravados: los presupuestos alcanzan decenas de miles de millones de pesos, los más altos de la historia, y los programas se han multiplicado, pero como confeti. 
 
Hoy están convocados los sabios de antaño y hogaño para ayudar a construir el diagnóstico y las políticas de estado para emprender la Cruzada contra el Hambre, entre ellos, nuevamente y qué bueno, el Instituto “Salvador Zubirán”. 
 
Hoy ya no es sólo una tarea de profundización, sino de reconstrucción: de la capacidad productiva del campo, del tejido social, de las instituciones, de la confianza. ¿Lo lograremos?

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