Llamémosla Nuria, por no dejar. Recorriendo el Paseo de Gracia, mira en un escaparate unos zapatos que le gustan. Entra al negocio y pregunta en castellano cuánto cuestan. El dueño pretende no entender e interpela: “¿Digui?” (algo así como el interrogativo “dígame usted”, en catalán). Nuestra mujer, fastidiada pero con un agudo sentido de la estrategia, sale de la tienda y vuelve a entrar: “Toma dos”, le suelta al tipo, “¿cuánto cuestan esos zapatos?”. “¿Digui?”. Nuestra compatriota nos resulta tan tozuda como paciente: segunda salida y subsiguiente reentrada:

“Toma tres, ¿me podría mostrar esos zapatos?”. Y el hombre sigue sin comprender: “¿Digui?”. Ahí, el temperamento gana la partida: “Mira, pendejo, yo vengo a comprar unos zapatos a tu establecimiento, no vivo aquí, soy una turista, pero quédate sin vender nada y vete a chingar a tu madre”. Confrontado a tan resuelta andanada, el comerciante termina por reaccionar: “No hay necesidad de insultar, señora”. Antes de marcharse, la presunta comparadora remata: “Ah, entonces sí entiendes el español ¿verdad? ¡Pues ya te dije que vayas a chingar a tu madre!”.

Bueno, yo lo que sostengo es lo siguiente: si llegas a New York y pretendes comprar algo en Saks hablando en español no tienen por qué entenderte; tampoco en Abu Dabi ni en Bruxelles ni en Sidney ni en Düsseldorf. En todos estos lugares hay que pedir las cosas en el habla de Shakespeare, idioma tanto de yanquis y australianos como lingua franca de todos los demás. O sea, que en Barcelona y en el resto de Catalunya hay que hacer lo mismo: hablar en inglés. Pues eso.

Ah, y espero que hayan disfrutado este pequeño cuento navideño, estimados lectores.