Unos muertos importan más que otros
Han ocurrido, en este país y en tiempos recientes, espantosas atrocidades que, curiosamente, no merecieron, en su momento, una atención tan extremada.
La desaparición de los muchachos de Ayotzinapa se califica ya de tragedia mayor ocurrida no sólo en estos pagos sino en nuestro subcontinente. Hay un elemento un tanto arbitrario en esta apreciación, compartida inclusive por una prensa mundial que últimamente pinta un aterrador panorama de México.
Porque —con perdón y con el debido respeto a unas víctimas que, más allá de las esperanzas de sus familiares, es muy probable que hayan sido vilmente asesinadas— han ocurrido, en este país y en tiempos recientes, espantosas atrocidades que, curiosamente, no merecieron, en su momento, una atención tan extremada, que no provocaron las movilizaciones ciudadanas que estamos viendo ahora y que no despertaron tampoco las condenas unánimes, ni la indignación, de las buenas conciencias.
Me refiero, concretamente (y entre otros tremendos acontecimientos), a la matanza de personas perfectamente inocentes perpetrada en el poblado de Allende, en la región de los Cinco Manantiales de Coahuila. Los sicarios de una organización criminal llegaron un día de marzo de 2011 a la comunidad, saquearon y destruyeron medio centenar de casas, y se llevaron ni más ni menos que a 300 seres humanos —incluidos niños y mujeres— que, hasta el día de hoy, siguen desaparecidos y de quienes podemos presumir que están muertos.
Luego entonces, podemos plantearnos una incómoda pregunta: ¿Por qué unos muertos importan más que otros? ¿Por qué la desaparición de estudiantes de una escuela magisterial provoca movilizaciones en todo el territorio de la República y el atroz asesinato de niños y mujeres —que no hicieron otra cosa que estar ahí, en sus casas, viviendo su vida de todos los días— pasa casi desapercibido al punto de que mucha gente no se ha siquiera enterado de tan inconmensurable tragedia? ¿Por qué no salimos a las calles, hace apenas tres años (no estamos hablando de un suceso remoto como la masacre de 300 ciudadanos chinos que se habían afincado en Torreón, ocurrida el 15 de mayo de 1911, y perpetrada por las fuerzas maderistas que comandaba Benjamín Argumedo o de los 2 mil —de los 6 mil que habían sido deportados, en 1918, a la isla de María Magdalena— que murieron de hambre o de los 600 que fueron acribillados, en las afueras de Monterrey, durante el gobierno de Victoriano Huerta; como ustedes ven, la historia de México tiene episodios bien oscuros y nada gloriosos), para clamar, bien alto y bien fuerte, que un país donde ocurre parecido acaecimiento es, sencillamente, un lugar invivible y descomunalmente indigno? ¿Por qué, de pronto, la indignación se manifiesta —de manera incluso violenta y, por si fuera poco, lesiva para ciudadanos que no tienen responsabilidad alguna en la perpetración de atrocidades— siendo que hace ya buen tiempo que la situación de México es más que indignante, por no decir insoportable?
La respuesta está en el componente “político” del asunto, dicho esto en el peor sentido de la palabra, y en el hecho de que la salvajada no haya sido ejecutada meramente por los canallas que operan habitualmente en las organizaciones criminales sino por unas autoridades municipales, en complicidad con los primeros. La condición de las víctimas —activistas que participan en luchas sociales en lugar de simples vecinos de un pueblo distante— también las hace más meritorias.
Y, a partir de ahí, sálvense quien pueda porque no hay manera ya de separar una cosa de la otra, es decir, no hay forma de explicar el suceso como una manifestación de la podredumbre que devora a una comunidad particular —y de reducirlo a ese ámbito— sino que los hechos se atribuyen, en automático, al “sistema” en su conjunto, o sea, al Gobierno, al presidente de la República y al Estado.
Es una visión interesada, desde luego, porque desconoce deliberadamente cualquier posible gradación en la realidad y cualquier matiz —o hasta diferencias de bulto— para lanzar una condena global donde, entre otras cosas, se comienza a exigir la renuncia del presidente de la República y se avisa de futuras violencias y rebeliones. A una brutalidad consumada por los esbirros de un sátrapa regional se responde así con la amenaza de incendiar el país entero.
Y, naturalmente, ahí están ya, bien dispuestos, los provocadores y los vándalos para cumplir con la advertencia destrozando en Ciudad de México una parada de autobuses y provocando pérdidas millonarias. Quebrantos que pagamos todos los ciudadanos. Habría que avisarles, a los indignados, que a México no le hace falta más violencia sino menos. Y, también, informarles, ya puestos, de que aquellos otros muertos también merecían que se hiciera una revolución.